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Muestrario de Pirluit
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Zorro Aullador
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Registrado: 02 Oct 2006
Mensajes: 9900
Ubicación: Asomando el hocico con mascarilla por si la pandemia

MensajePublicado: 18/01/2018 16:24    Asunto: Responder citando

Ante todo decir que me parece estupendo las ideas que cada uno aporta sobre algo que se ha hecho desde el cariño a la serie, por supuesto. Wink Y cada opinión es muy respetable.

George R. R. Martin escribió:

How many children did Scarlett O'Hara have? Three, in the novel. One, in the movie. None, in real life: she was a fictional character, she never existed.


Quiero decir, esto es una ficción, y, el hecho de que lo narremos no indica nada más que el hecho de haber metido un elemento más en una narración en la que hemos querido únicamente ir más allá, de no ver personajes únicamente en blanco y negro, sino que todo es una inmensa gama de grises. Además, el hecho de narrarlo por escrito se presta a ello, se expresa de modo distinto a si se elaborara en cómic.

Lógicamente, que existan personajes políticamente incorrectos para los parámetros actuales, no significa que solamente hayamos querido reflejar esa inmensa gama de grises en medio del blanco inmaculado y el negro impenetrable y opaco.

Evidentemente, nunca se ha querido justificar algo tan perverso como la violación de la que, (que a nadie le quepa la menor duda), es denunciable, condenable, injustificable y terriblemente injusto para la víctima que, a menudo en la Historia ha sido la juzgada moralmente en vez del violador, pero eso, afortunadamente está cambiando y la mentalidad de la sociedad en ese sentido ha dado grandes avances (y lo que queda, que no es poco). Dado el tratamiento de la historia, ya hemos explicado que es un medio para explicar los valores morales del protagonista en medio de un mundo feudal, tremendamente injusto pero que, como se ve, sabe salir adelante y sirve de paso como condena de la violación. Desde luego que se convierta en el centro de la historia, no es lo que se pretendía.

Mis fanfictions iban en esa línea de narrar algo dándole un toque más adulto, no he metido nada truculento, porque quería trabajar algo mejor a los personajes y trasfondos antes, aunque, si tuviera que narrar una batalla o un hecho violento tendría que ver cómo lo planteo para no dejarme nada en el tintero, pero tampoco edulcorarlo, ni darle excesiva importancia en el cómputo final del relato en si... pero me parece que si van a ser tan desconcertantes estas historias o no si se iban a entender las futuribles tan bien como nos gustaría, mejor que se queden en su cajón, o que no nazcan, sin más... (al menos las proyectadas por mi) no es lo que tenía en mente cuando me he trabajado personajes para hacer mis historias, desde luego.

Aunque seguiré colaborando con Pirluit con mis ideas y mi punto de vista, por supuesto.
_________________
Zorro que duerme de día, anoche estuvo de cacería. Y con tebeos en las zarpas, jejeje.


Ultima edición por Zorro Aullador el 18/01/2018 20:20, editado 2 veces
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Goe
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MensajePublicado: 18/01/2018 19:11    Asunto: Responder citando

Cita:
Por supuesto que estoy muy concienciada con el tema de las violaciones, abusos sexuales, etc. Más de lo que podría parecer.


Nunca, nunca, nunca, pensé que no estuvieras concienciada. Entiendo que es una ficción que a mí me pueda gustar o no, pero no muestra nada que haga pensar en falta de conciencia al respecto. Sí he dicho algo que se ha interpretado como que no estuvieras concienciada, mis disculpas, de verdad.

Cita:
nunca se ha querido justificar algo tan perverso como la violación


¡No hacía falta tal aclaración, mi buen Zorro! He captado perfectamente el mensaje del fic. Tan solo dije que en mi subjetividad, no es de aquellas lecturas que a mí me atraigan. No solo por el tema de la violación, sino porque además una ficción que Peyo creó y que a mí me ha hecho pasar grandes momentos, se modifica para incidir sobre los más tristes sufrimientos humanos (sin que ello implique justiciación de las violaciones ¡desde luego!). Si en mis palabras se ha podido entender acusación de justificación, nada más lejos de lo que yo pienso de Pirluit y de tí, y de verdad os doy mis disculpas.
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Vamos Ebisumaru!!!
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Pirluit
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MensajePublicado: 18/01/2018 19:42    Asunto: Responder citando

¡Ja, ja, ja! Menuda polémica se ha creado... Very Happy

No lo dudo, lo que dices, pero por si las moscas prefería puntualizar. Todo esto me recuerda detalles de la misma obra de Peyo, con las polémicas sobre su supuesto antisemitismo o el affaire de La Pitufita... Cosas que uno escribe o dibuja con buena intención, o sin intención alguna, y luego se malinterpretan...

Ni que decir tiene que tampoco defiendo otras cosas del relato, como la compra-venta de personas o los castigos corporales a los niños. La escena a la que se refiere el Señor Ogro, o sea, De Tréville justificando y hasta alabando los latigazos que recibe Johan, se debe casi literalmente a una obra de Rudyard Kipling, autor que me encanta, llamada "Stalky & Co", que narra la experiencia de su autor en un internado británico durante la era victoriana. En ella, el trío de chavales protagonista es azotado por el director, y compiten entre sí por ver quién tiene el "diseño" más artístico en la espalda después de la experiencia. No sé, se me vino a la cabeza así, tal cual...


SPOILER:

En realidad (no sé si se ha dejado entrever), De Tréville no está nada contento con lo que ha hecho su madre con Johan, aunque no se lo va a confesar al niño por motivos disciplinarios. El gesto de llevarle su comida favorita a la mazmorra él mismo, sentarse a hablar con él y llevárselo luego a terminar de cumplir el castigo a un lugar más humano, es lo que revela que en el fondo está de su parte y que se preocupa por él. No sé si se ha notado. De todas formas, De Tréville está educando a Johan para que sea un futuro hombre de armas, y no es nada suave con él, a Johan le van a cascar bastante a lo largo de toda su educación. Tampoco me invento nada, es lo que se hacía con los pajes y aprendices de guerrero: había que acostumbrarlos desde los seis o siete años a resistir el dolor y las condiciones más duras de vida. Ah, se siente...
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Pirluit
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MensajePublicado: 27/01/2018 17:38    Asunto: Nuevo capítulo de la fanfic Responder citando

Bueno, acabamos de terminar otro capítulo de nuestra fanfiction, al que hemos llamado "Los dos Gilles". Es mucho más largo que el anterior (tiene casi cien páginas, aunque una gran parte son diálogos, que ocupan más que la prosa).

Nos hemos divertido mucho haciéndolo, pues hemos empleado la técnica de "elige tu propia aventura". Al llegar a un nudo crucial, planteábamos varios caminos o posibilidades y escogíamos uno, a veces a ciegas, otras veces basándonos en el carácter de los personajes, etc. En definitiva, sabíamos a dónde queríamos llegar, más o menos, pero no teníamos la menor idea de cómo íbamos a llegar.

Para que no haya sorpresas, advertimos que habrá sexo consentido, bastante despotismo no ilustrado, que el personaje del Conde no agradará a veces a sus admiradores incondicionales, y que Johanot se va a llevar alguna que otra torta.

Lo vamos a postear por capítulos más pequeños, así que tardaremos unos días en mostrarlo todo. Así no se les hará tan largo, esperamos.

¡Que lo disfruten!
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Pirluit
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MensajePublicado: 27/01/2018 17:46    Asunto: Fanfic Johanot "Los dos Gilles", 1 Responder citando

LOS DOS GILLES


Johan abrió silenciosamente la puerta de los aposentos del Conde de Tréville.

Era ya pasado el mediodía. La noche anterior había tenido lugar allí una buena francachela, por lo visto, y el resultado de la misma era evidente: por todas partes, esparcido por el suelo, sobre los arcones, bajo la mesa… veíase un muestrario de los más diversos objetos: prendas de ropa, jarras de vino a medio vaciar, velas en sus candelabros que habían ardido hasta consumirse, copas derramadas, cojines, piezas de ajedrez, sillas volcadas…

Aquel día le tocaba a él asistir al Conde en sus abluciones matutinas. “¡Matutinas, por llamarlas de alguna manera!”, se dijo el niño de nueve años mientras descorría los cortinajes para dejar entrar la luz del sol. Marcel y él solían turnarse cada tarde para servir al Conde. Si uno permanecía con él durante la cena y la velada, era el otro el que tenía que acudir junto a él a la mañana siguiente.

Johan se había criado en las cocinas del castillo y estaba muy acostumbrado a levantarse temprano. En un castillo, las cocinas eran siempre el primer departamento en ponerse en marcha: desde mucho antes del alba empezaban los cocineros a hornear el pan del día, a encenderse los fuegos y a hervir la leche y los caldos para el desayuno. Por lo tanto, Johan había sido un gran madrugador toda su vida y lo sería ya en adelante, poco importaba al parecer que sus días de pinche hubiesen tocado a su fin… Como contrapartida, el niño encontraba sumamente duro el trasnochar. Como solía decir el Conde, a veces algo burlonamente, Johan “vivía con las gallinitas”. Desde que se esfumaba la luz del sol, a él ya empezaban a cerrársele los ojos.

Ése no era el ritmo de vida que normalmente llevaban los nobles, y mucho menos De Tréville, gran amigo de las fiestas. Para cualquiera de ellos, el momento culminante del día era el banquete de la cena, en el Gran Salón, y la posterior velada con entretenimiento de bardos y trovadores. A cambio de ello solían levantarse bastante tarde, ya bien salido el sol, y se hacían servir el desayuno en la cama.

Johan llevaba consigo un jarro de metal con tapa, lleno de agua caliente, que dejó con precaución sobre un taburete cerca de la chimenea. Como siempre, rogó para sus adentros que el bacín de noche, que él debía sacar de la habitación y sustituir por otro limpio, estuviese mínimamente manejable… Muchas veces se lo encontraba tan sucio que era imposible agarrarlo por ninguna parte sin pringarse. No era maldad por parte del Conde, era que, sencillamente, en la oscuridad y desde una cama tan alta, era bastante difícil hacer puntería.

“Y menos, cuando uno se ha ido a dormir en no muy buen estado”, se dijo Johan, cubriendo su jarro con una toalla limpia para que ésta se fuera calentando. Vaya, hoy había tenido suerte con lo del bacín. Procurando hacer el menor ruido posible, lo depositó en el exterior de la habitación para que algún sirviente lo retirara, y se dedicó acto seguido a recoger la ropa esparcida por doquier. ¡Bueno, evidentemente, el Conde no había dormido solo…!

El dosel de la enorme cama permanecía cerrado, y los pesados cortinajes atados a las columnas actuaban tal que muros: el lecho del Conde era, más o menos, una pequeña habitación por sí mismo. Bien, sonrió Johan, eso era señal de que De Tréville se hallaba aún, como él mismo solía decir algo eufemísticamente, “en amable y dulce compañía”. Razón de más para ser discreto y realizar su trabajo con el sigilo de un ratón.

Con la misma naturalidad con la que recogía la ropa del Conde, Johan se hizo cargo también de un vestido femenino estampado de color azul y blanco, varios refajos, un cíngulo carmesí y un corpiño de terciopelo negro. No, espera… dos corpiños. ¿Dos? ¡Je! Eso quería decir que sí, que sin duda De Tréville se había acostado algo ebrio.

Rescató, de debajo del lecho, un segundo vestido de color verde y trató de imaginarse la escena: ¿qué había detrás del dosel? Un Señor Conde de Tréville y dos mujeres desnudas… Eh, ¿qué era aquello de detrás del arcón? ¿Un tercer corpiño?

Sí, volvió a sonreír Johan. ¡Muuuy ebrio!

Un Señor Conde de Tréville y tres mujeres desnudas. Johan sintió la natural curiosidad: ¿con cuántas podría un hombre adulto en una misma noche? Un hombre normal, entiéndase, no necesariamente De Tréville. El Conde era un hombre muy fuerte: él lo había visto manejar el mandoble con maestría, como si se tratase de una vulgar ramita o un hilo de hierba. Un mandoble tan pesado que ni él, ni Marcel, ni los dos juntos a una habían conseguido tan siquiera levantar. Y De Tréville lo hacía girar y silbar en el aire sin inmutarse, incluso sobre su cabeza, como si no pesara nada… Continuó su tarea de limpieza con un nuevo interés: ¡mira que si llegara a encontrar un cuarto corpiño…! En ese momento se oyó un rumor detrás de las cortinas, como si alguien rebullera. Una de las esquinas de la tela se levantó un poco y apareció un bello rostro femenino que lo miró sonriente, con expresión de sueño aún en los ojos y la cabellera rubia bastante revuelta.

- ¡Hola, monada! –le dijo la joven, en muy baja voz.

- Damoiselle Baldouine… –susurró Johan, cortés, ejecutando una pequeña reverencia. Había aprendido a disimular a la perfección lo poco que le gustaba que le llamaran “monada”, “ricura” y cosas por el estilo- . ¿Puedo hacer algo por vos?

- No, de momento ya han hecho por mí todo lo que necesitaba, gracias –la chica se tapó la boca y profirió una risita- . ¿Es muy tarde ya?

- El sol pasa de su cénit, y el almuerzo está por servirse en el Gran Salón.

- ¡Johan, vete al diablo y haz el favor de dejarnos dormir en paz! –la voz del Conde era pastosa, sin duda aún no acababa de salir del todo del sueño. Johan se preparó mentalmente para ser objeto de alguna burla, cosa que ocurría siempre que De Tréville estaba rodeado de compañía femenina. No se lo tomaría en cuenta, por supuesto; era, sencillamente, una más de sus poses- . ¿Es que no tienes trabajo que hacer?

- Pues claro que sí, Messire, y es justo lo que estoy haciendo ahora…

- ¡Oh, qué encanto! –exclamó la joven, desapareciendo un instante detrás del dosel. Cuando volvió, traía una lustrosa manzana roja en una mano y una cereza en la otra- . Toma, pichoncito, una es para ti. ¿Cuál prefieres?

“Un Señor Conde de Tréville, tres mujeres desnudas y un frutero”, se dijo Johan, volviendo a sonreír. Conocía el truco. Por descontado que prefería la manzana, pero señaló la cereza. La joven sonrió pícaramente y se puso el fruto entre los labios. Luego se inclinó hacia el niño, que se adelantó a su vez para pillarlo con los suyos. Aquel amago de beso juguetón se vio premiado con un sonido característico y un gesto de dolor en el rostro de la bella. ¡El Conde de Tréville le había dado un azote!

- ¡Eh, vos, hija de Eva, no corrompais a mi paje! Para eso ya estoy yo, pero le quedan por lo menos cinco… no, seis años.

Damoiselle Baldouine desapareció de repente de la vista, como si la hubieran arrastrado por los pies, y a tenor de los sonidos que se oyeron a continuación tras las cortinas no parecía estar sufriendo demasiado por el castigo que había empezado a administrarle el Conde. En su lugar apareció un nuevo rostro, esta vez con cabellos castaños.

- ¿Qué tal, Johanot? ¡Cuánto gusto, verte de nuevo!

- ¡Hola, Marianne! –dijo Johan con alegría, saludándola con la mano.

Una de las muchas virtudes del Conde es que no tenía prejuicios de casta. Por lo menos, en el catre.

- ¡Estás muy guapo! ¡Y muy alto! Lo que ya no entiendo es por qué te has hecho eso en el pelo. ¡Con lo bien que lo tenías antes!

- Esto… no ha sido idea mía –contestó Johan, diplomático, rascándose el cogote. En realidad, lo que hubiera querido decir es: “¡Ha sido idea de esa bruja de la Condesa Madre, que opina que los pajes que no son rubios no son decorativos ni ornamentales, sea lo que sea eso, y me obliga a dormir con dos rulos puestos sobre las orejas para que parezca que tengo más clase!”. Pero, claro, ahí estaba De Tréville al acecho, y no tenía ganas de ser azotado él también.

En ese momento, comenzaron a oirse unos dulces sones pulsados, y la profunda voz del Conde se elevó por detrás de las cortinas:

Había un doncel, un doncel tan bello,
Tenía oro en el corazón y bucles en sus cabellos…

“Un Señor Conde de Tréville, tres mujeres desnudas, un frutero y un laúd”, se dijo Johan, incapaz ya de abandonar el juego. Entonces se oyó una campana repicando en el exterior.

- ¡No! ¿Es la hora de comer? ¡Dios mío, Messire, dadme vuestra licencia para marchar rápidamente! ¡Tendría que estar en el pueblo desde hace horas! –exclamó Marianne.

- ¡Por supuesto, florecilla! De hecho, yo también me iba a levantar ya. –Johan oyó el sonido inconfundible de cuerpos que se desperezaban- ¡VAMOS, ARRIBA EL CAMPAMENTO! ¡DIANA, DIANA! ¡CADA MOCHUELO, A SU OLIVO! ¡JOHAN, A TU PUESTO!

- ¡Ya estoy listo, Messire! –exclamó Johan, apoderándose con rapidez del jarro de agua fría que, milagrosamente, se había salvado de la hecatombe y permanecía sobre un aparador cercano a la ventana. Con él en las manos, se acercó de nuevo a la chimenea, dando discretamente la espalda a la cama en todo momento. Entonces tuvo lugar detrás de Johan un pequeño barullo de voces, risitas, los anillos de la cortina del dosel al descorrerse de golpe, el rumor de telas y cojines al ser apartados, ruido de pies descalzos apresurándose por todas partes sobre la tarima de madera, un último amago de batalla de almohadas, más risitas, el frufrú de los vestidos al ser embutidos sobre los cuerpos, algún beso… Sin perder el tiempo, Johan iba llenando la palangana de aseo del Conde mezclando el agua de ambos jarros y comprobando la temperatura con el dedo, poniendo buen cuidado en no dejarla demasiado caliente ni demasiado fría. Cuando se dio al fin por satisfecho, desdobló la toalla entibiada para ofrecérsela a De Tréville correctamente extendida sobre sus antebrazos. Se oyó una última carrerita de las bellas hasta la puerta, una última galantería del Conde en el umbral y los correspondientes besuqueos. ¡Portazo final! Ya podía volverse.

La visión del Conde, en traje de Adán y descuidadamente apoyado sobre el marco de la puerta cerrada, le hizo bufar. Afortunadamente, el buen señor no se dio mucha cuenta…

- ¡Por el amor de Dios, niño, apaga de una vez el sol! –se quejó, cubriéndose los ojos con el antebrazo.

- Dadme las alas de Ícaro, Messire, y cumpliré al punto vuestro deseo –dijo Johan, cortés, mientras corría compasivamente las cortinas del ventanal- . Ya sabeis lo que se dice: quien culmina una buena noche no puede comenzar un buen día…

De Tréville se remojaba cara y brazos en la palangana, y Johan le entregó la toalla.

- ¿Hago llamar al barbero, Messire?

- No, hoy no tengo tiempo. ¿Alguna novedad durante la mañana?

- En absoluto, todo está muy tranquilo. Robert ha sacado a vuestro corcel del establo hace horas –recogió la toalla húmeda que le devolvía el Conde y la echó en la palangana, después de vaciarla sobre las cenizas de la chimenea. De Tréville se había acercado al ordenado montón que Johan había hecho con sus ropas y comenzaba a ponerse las calzas.

- ¿Y bien? –le preguntó al niño- . ¿Qué historia puedes contarme sobre lo que ha pasado aquí?

- ¿Eh? –Johan, concentrado ahora en la búsqueda de una camisa limpia, había sido pillado completamente por sorpresa- . ¿Historia? ¿Qué historia?

- ¡Vamos! –el Conde le mostró la habitación con un gesto de la mano- . Cuando entraste, seguro que esto era un completo pandemonium… seguro, digo, porque no recuerdo ciertas cosas con claridad. Y ahora, ¡mira cómo están mis aposentos… todo perfectamente limpio y recogido!

“Sí, y no poco esfuerzo que me ha costado”, se dijo el niño.

- De fijo que fuiste tú. ¡Pero quiero la historia! La historia previa, la que pudiste leer, espero… en las pistas. Rastros. Trazas. Huellas… ¡Como cuando vamos de cacería, en fin!

- ¡Ah, eso! –Johan comprendió- . Bueno, había tres damiselas.

- ¿Tres?

- Yo conté tres corpiños –parpadeó Johan- . Deduzco, pues, que eran tres damas… aunque, y eso sí que fue raro, sólo encontré dos vestidos y un cíngulo. Entonces supongo que una de ellas ya entró desnud… estooo, sin su vestido pero con el corpiño, o bien que se dejó el vestido puesto en la cama y sólo se quitó el corpiño.

- ¿Entró desnuda pero con el corpiño puesto? –sonrió el Conde- . ¡Qué cosa más rara! Aunque… ¡sugerente visión! La tendré en cuenta para la próxima vez.

Johan también se imaginó la escena, y se puso como la grana.

“Cuando me confiese de ésta, voy a tener que estar cumpliendo penitencia un mes entero”, pensó.

- Te voy a dar una pista –dijo De Tréville, sentándose para ponerse las botas- . ¡Mira lo que se ha quedado encima del arcón! Ninguna de mis dos beldades lo reconoció como suyo.

Sobre el mueble se veía uno de los corpiños. Por lo que Johan acertó a recordar, precisamente el último que había encontrado, el que estaba semioculto entre la parte trasera del arcón y los pies de la cama. Lo supo por la ligera pátina de polvo que recordaba haberle visto.

- ¿Eran sólo dos damiselas? No entiendo qué hace esto aquí.

- Sin duda, es el trofeo de algún lance anterior… pero no mío, no me suena en absoluto. ¡Ya investigaré a fondo más tarde! –dijo De Tréville, socarrón.

- Muy bien, dos damiselas entonces –dijo Johan, tratando de recordar a toda prisa más detalles de lo que había visto al entrar en la habitación- : Damoiselle Baldouine y Marianne. Y alguien estuvo jugando al ajedrez, supongo que seríais vos con Damoiselle Baldouine, porque creo que Marianne no sabe, y me imagino que, mientras jugábais, Marianne estuvo escanciando el vino. Luego supongo que… iría a buscar el frutero a las cocinas, y volvió, y… hubo un poco de jugueteo con un cuenco de cerezas –Johan se las había visto y deseado para recoger todas las ramitas y los huesos esparcidos- , ¡por toda la habitación! La partida de ajedrez se interrumpió a medias; lo sé porque había piezas por el suelo pero los reyes aún estaban en pie en el tablero, junto con las torres y otras piezas importantes. O sea, que no llegó a haber un jaque mate, ni tampoco tablas. Antes de eso, supongo, alguien empezó a entonarse más de la cuenta, y entonces volaron los cojines, fue cuando se cayeron las sillas porque todo el mundo se levantó rápido, y alguien tocó el laúd, y hubo baile, lo digo porque las pieles del suelo estaban todas enrolladas contra las paredes, y a juzgar por cómo estaban las velas la diversión se prolongó hasta bastante tarde, y el resto ya no lo cuento porque es pecado, pero cualquiera se lo puede imaginar –concluyó Johan, mordaz.

- ¡Bravo! ¡Buen trabajo! –De Tréville le dedicó un pequeño aplauso- . Podrías haber sacado mucho más, pero lo doy por válido.

Johan estaba pletórico, ya que no le resultaba fácil impresionar al Conde. De todas formas, deseaba llegar hasta el final.

- Lo que no entiendo aún es lo de los zapatos.

- ¿Los zapatos?

- ¡Claro! Estaban vuestras botas, pero ni un solo par de zapatos de mujer. Y sin embargo, traían puestos los vestidos de fiesta, lo cual me indica que venían del Gran Salón, no de sus dormitorios.

- ¡Ah, sí, tienes razón! ¿Cómo te explicas lo de los zapatos?

- Al principio pensé que, si no estaban por el suelo, es porque se los habían dejado puestos. Pero cuando salieron de la cama me di cuenta de que no, de que iban descalzas… ¡No, no eché ni un vistazo! –se apresuró a aclarar, ante la mirada que le dedicó De Tréville- . Lo supe por el ruido de las pisadas sobre la tarima.

- Vas muy bien. Cada vez estoy más orgulloso de ti –le animó De Tréville- . Ahora te voy a dar otra pista… ¡Examina la mesa con atención! A ver qué novedad notas.

Johan escrutó el tablero recorriéndolo con el dedo índice, con el ceño intensamente fruncido y gesto de gran concentración, mientras De Tréville lo observaba divertido. Al final encontró lo que buscaba.

- ¡Muescas! –dijo, señalando un par de cortes profundos en los lados de la madera- . Esto ayer no estaba. Parecen cortes de un cuchillo o espada…

- Sí, son tajos de espada. ¡Anoche hubo algo de jaleo aquí…! Verás, ahora te voy a contar lo que pasó en realidad. El caso es que yo no subí con las dos damiselas directamente desde el Gran Salón. Había estado charlando con el Barón de Troyes durante el banquete y queríamos ponernos de acuerdo sobre un asunto personal, pero no teníamos la suficiente intimidad. Así que nos desplazamos aquí, a mis aposentos, para celebrar una pequeña fiesta privada. Yo subí solo, y él con su pareja de banquete…

- …Damoiselle Baldouine, a la que había traído con él desde Troyes…

- …a espaldas de su mujer, claro, pero así son las cosas. El vejete quería alardear de amante joven y guapa delante de mí. En fin, que estábamos aquí los tres pasando una velada bastante apacible: él y yo comenzamos la partida de ajedrez, y Damoiselle Baldouine, que había traído un laúd, tocaba para nosotros y nos llenaba las copas de vez en cuando. Pero entonces se abrió la puerta y apareció Marianne, con sus zapatos en la mano para no hacer ruido y una cesta de frutas en la otra. ¡Yo me había olvidado de que nos habíamos citado unas horas antes para… ejem, culminar la velada, ya me entiendes!

- Entiendo, sí –Johan trató de que su sonrisa no pareciese demasiado insolente.

- No me juzgues, niño. ¡No te consiento que me juzgues! En fin, que Marianne se encontró con el panorama y se sentó a esperar el fin de la partida. Y entonces, no me preguntes por qué, las dos damiselas empezaron a lanzarse miraditas y pullas entre sí, por encima del tablero… Estaban comiendo cerezas de la cesta, y de vez en cuando escupían los huesos como un proyectil, y algunos de ellos me llegaron a mí a la cara. Eran los que me estaba lanzando Damoiselle Baldouine, creo que como una forma de coqueteo o una provocación. Ella me los lanzaba a mí y Marianne a ella, pero De Troyes se dio cuenta y se enfadó sobremanera: interpretó (y creo que tenía razón) que su dama estaba tirándome los tejos, y se levantó muy enfadado volcando su silla. Hubo unas palabras insultantes a las cuales, claro, yo tuve que responder, así que sacamos las espadas y nos batimos un poco. En plan casero y amigable, sin sangre, claro está. De ahí los tajos en la mesa y también en otros muebles, cuando cada uno conseguía esquivar las estocadas del otro… Como las alfombras de pieles nos hacían resbalar, las fuimos empujando hacia las paredes sobre la tarima, y por eso las encontraste de esa manera. También se cayeron la jarra y las copas (creo que habíamos bebido demasiado) y se formó el estropicio que tú, pobrecillo, tuviste que adecentar esta mañana. De Troyes estaba fuera de sí, yo lo había ido acorralando contra la pared y echaba espumarajos por la boca… Le dije que lo mejor que podía hacer era marcharse, para evitar un escándalo, y eso hizo. Pero, y ahora viene lo mejor, ¡su amante no quería irse con él…! Dijo que yo la había ganado en buena lid y que a mi lado se quedaría de muy buen grado unas horas (sí, habíamos bebido todos demasiaaado), así que la tomé en mis brazos y la besé, más para fastidiar al vejestorio que otra cosa, aunque, en fin, ¿a quién le amarga un dulce? Y entonces Marianne empezó a llorar como una Magdalena, y la besé también a ella, y Damoiselle Baldouine cogió los zapatos de Marianne, que aún estaban por el suelo, y los tiró por la ventana en venganza, supongo yo; aunque no sé si se trata más bien de alguna especie de costumbre o señal de rivalidad entre las mujeres. Como respuesta, Marianne la agarró de la trenza y empezaron a zurrarse las dos, rodando por los suelos, y yo traté de separarlas poniéndome algo enérgico. Marianne le quitó los zapatos a la fuerza a Damoiselle Baldouine y los tiró a su vez por la ventana, al grito de “¡donde las dan, las toman!”, y yo, que ya estaba harto del espectáculo, me las llevé a las dos, una debajo de cada brazo, al lecho, en donde ambas hicieron las paces al fin ya que consiguieron, sin luchar, lo que desde el primer momento querían, y yo también por cierto, y doy fe de que pasamos los tres una noche muy grata hasta que llegaste tú con tus ganas de limpiarlo todo y de abrir las ventanas para que entre el sol a raudales, a fastidiar a los amantes felices que en este mundo duermen abrazados sin molestar a nadie. ¡Muchas gracias, hombre…!

- Yo sólo trato de cumplir lo mejor posible con mis obligaciones, Messire de Tréville -dijo Johan, bajando la cabeza y tratando de disimular la risa.

- ¡Ya lo sé, pequeño, y lo haces muy bien! –De Tréville decidió dar la perorata por terminada y le revolvió afectuosamente el pelo- . Pero, eso sí, tengo que darte también tres penalizaciones. ¡Una! –le asestó una suave colleja, más una caricia que otra cosa- , por lo de las alas de Ícaro. A ver si nos aprendemos bien las lecciones: las alas de Ícaro nunca te servirían, como no le sirvieron a él, para llegar al sol… ¡Dos! –nueva colleja, ésta algo más enérgica- , para que, la próxima vez, escojas la manzana. ¡Menuda desfachatez la tuya, tratar de besar a mi damisela delante de mí…!

“No fui yo quien le puso una daga en el pecho para que me diera la fruta en la boca”, se dijo Johan, frotándose el cogote.

- ¡Hubiese sido una descortesía por mi parte desdeñar el juego, Messire! Fue la dama quien lo empezó…

- Tienes razón. De nuevo tienes razón. Como siempre, incluso cuando estás equivocado, acabas siempre teniendo razón… ¡Pero la próxima vez, hazme el favor, escoges la manzana! Y… ¡tres! –esta vez, el Conde le propinó un ligero papirotazo en la sien- , dar por hecho que había una tercera mujer en la escena cuando no tenías las pruebas suficientes. Primera lección: has de barajar todas las posibilidades, por remotas que parezcan, antes de asentar un juicio firme…

- ¡Procuraré tenerlo en cuenta, Messire! Y… ¿qué vais a hacer con respecto al tercer corpiño? –se rascó la barbilla con interés- . Personalmente, yo trataría de averiguar a quién pertenece. No es que sea cosa mía –se apresuró a aclarar- , ni que me importe realmente. Es… ¡otro ejercicio!

- ¿Y cómo lo harías? – De Tréville cabeceaba apreciativamente.

- Una idea es dárselo a olfatear a los sabuesos de la jauría, para ver si pueden seguir el rastro… ¡Esperad! –Johan se llevó la prenda a la nariz y husmeó sonoramente para diversión del Conde, que encontraba la escena bastante cómica- . Podría ser una gran casualidad, pero…

- ¿A que ya sabes de quién es? ¿Reconoces el olor?

- No sé de quién es, pero reconozco este olor. Creo que pertenece al posible galán de la dueña de la prenda. Y… sí, me es un olor muy familiar.

- ¿Y qué sugieres que hagamos con ese tunante? Ya sabes, el sinvergüenza que se dedica a traerse a sus amiguitas a mis aposentos, seguramente para presumir un poco ante ellas y darse un revolcón en mi tálamo.

- ¿Qué es “tálamo”? –De Tréville se lo explicó- . Bueno… yo no sería demasiado severo, por esta vez. Si quereis, me hago cargo yo mismo.

- Eres demasiado bueno, Johan. ¡No sé si se lo merece!

- Vos también sabeis ya de quién se trata, ¿verdad?

- Sí, sin haber olido nada, me voy haciendo una idea –sonrió De Tréville.

- ¿Puedo salir unas horas del castillo, Messire?

- ¡Claro! Aprovecha para ir a refrescarte un poco, hace mucho calor. Antes de marchar, di que me suban una colación ligera aquí mismo… y a Messire Stephane, si te pregunta, que me reuniré con él esta tarde. Cuando el sol ya esté bajo, si nos queda tiempo, entrenaremos tú y yo un rato a espada. ¡Y ya está todo dicho! –dos palmadas- . ¡Hala, arreando!

Johan se lanzó hacia la puerta, siendo detenido justo en el umbral por un silbido del Conde. Antes de girarse, ya sabía que algo volaba hacia él a toda velocidad, y apenas tuvo que levantar un poco la mano para atrapar la manzana en el aire casi sin mirarla. Cuando has hecho eso una y otra vez, a lo largo de los días, semanas y meses, es cuando llegas a alcanzar ese grado de virtuosismo.

Era cierto que hacía mucho calor: el verano estaba en su apogeo, y la hierba agostada convertía la habitualmente verde pradera en un secarral. Después de haber realizado los recados pertinentes, Johan se dirigió a los establos para ensillar a Bayard. Había pasado por las cocinas y le habían llenado las alforjas con algunas manzanas, pan, queso y salchichón, todo ello con vistas a disfrutar de un almuerzo al aire libre. Luego, se dirigió a todo galope hacia la charca.

Johan adoraba esos ratos a caballo para ir a su aire, descansar de tareas y encomiendas y encontrarse un poco a solas. Era la primera hora de la tarde y el sol aún caía a plomo, castigador: tenía las ropas pegadas al cuerpo y el flequillo empapado apenas le permitía ver. Los cascos de Bayard retumbaban sobre la tierra seca, levantando nubes de polvo amarillento a su paso; esto, y el continuo zumbido de las cigarras, era lo único que podía oirse en el lugar.

Aquella primavera había aprendido a nadar. Es decir, a nadar “como Dios manda”, en palabras del Conde. Al igual que todos los niños del servicio y de la villa, Johan sabía desde siempre desenvolverse en el agua manoteando como un perrito, de cualquier manera. Vamos, lo justo para no ahogarse. Pero aquella primavera, apenas fundirse las nieves, el Conde se los había llevado a Marcel y a él a la ribera del río, y a fuerza de chapuzones forzosos en el agua aún helada (“¡Esto os fortalecerá, chicos!”) habían acabado por aprender a nadar como peces los dos. Mayormente, para poder salir de allí antes de morirse de la hipotermia.

Ahora, en cambio, Johan contaba los minutos para poder quitarse las ropas húmedas y lanzarse de cabeza al agua fría… Sin embargo, antes de llegar a su punto predilecto del río, algo le hizo tirar de las riendas. Había oído voces. Voces muy familiares, chapuzones, risas y gritos infantiles.

Avanzó, procurando no hacer mucho ruido, y contempló desde lejos al alegre grupo que se había adueñado de la charca. Eran como unos diez o doce niños que se dedicaban a hacerse ahogadillas, salpicarse entre ellos y chapotear. Algunos se habían subido a la plataforma de madera que el Conde había hecho construir el año anterior, y desde allí saltaban al agua después de balancearse unos minutos en la cuerda colgante.

Johan decidió pasar de largo. No les tenía miedo, ni que decir tiene… De hecho, conocía a la mayoría de ellos. Pero una experiencia previa le había enseñado que, aunque en su día había jugado en plano de igualdad con esos niños, ahora las cosas habían cambiado mucho.

En efecto, apenas unas semanas antes había tenido lugar la misma escena: la pandilla bañándose en la charca y él llegando a caballo con ánimo de tirarse unas cuantas veces de la cuerda. Los había visto, se había alegrado y los había saludado con la mano. Ellos lo habían saludado a su vez, pero… Johan no sabía qué era, algo tenso se había instalado en el ambiente desde que puso los pies en el suelo. Nadie le dijo en ningún momento que no era bienvenido, pero tampoco nadie le había invitado a quedarse y participar en el juego. No hubo hostilidad, cierto, pero tampoco acogida…

Johan era muy perceptivo, y además no había dejado de tener escalofríos en la nuca, esos pequeños cosquilleos que sentía siempre que la cosa no iba bien, desde el primer momento. Los niños y él comentaron algunas cosas sin importancia. Los dos chavales que se habían subido a la plataforma y estaban a punto de descolgarse por la cuerda parecieron cambiar de opinión y bajaron rápidamente. Los demás dieron unas cuantas brazadas más, sin entusiasmo… y entonces, de repente, parecieron ponerse todos de acuerdo, sin palabras, para marcharse de allí. Johan se quedó solo en la charca con una profunda sensación de vacío, de abandono y, sobre todo, de desconcierto.

¿Qué les había molestado de él? ¿Acaso el hecho de que había llegado a caballo? ¿Sus nuevas ropas, tan diferentes a las que ellos usaban? Johan les había comentado, medio en broma, que llegaba a echar de menos el poder ir de cualquier manera en verano, descalzo y con las piernas y los brazos al aire, en lugar de tener que embutirse en aquellas calzas y aquellas botas que lo hacían sudar como un pollo. La respuesta había sido algo así como “No, si aún te quejarás y todo”, y también “Por favor, no le digas al Señor Conde que nos has encontrado aquí”.

Cosa que él, en realidad, no llegaba a entender. ¿El Señor Conde? ¿Por qué iba a importarle lo más mínimo que los chiquillos del pueblo se bañaran en la charca o usaran la plataforma cuando él no estaba? Además, aunque así fuera… ¿qué se habían creído, que él era un chivato? ¿Qué iba a andar acusando a los demás así porque sí? Johan se había sentido un poco ofendido. Pero luego pensó en sí mismo antes de subir a las cámaras altas, antes de que su vida hubiese cambiado de forma tan radical… ¿no hubiera actuado del mismo modo, llegado el caso? Hoy conocía de cerca a De Tréville y sabía que era un buen hombre, pero en aquellos tiempos… ¿acaso no había llegado él a tenerle el mismo miedo? Recordó aquel día en que Messire Guillaume lo había llevado a rastras delante del Conde, y en el pavor que había sentido al pensar que, posiblemente, el noble lo castigaría de forma extremadamente severa. Entonces empezó a comprender un poco la actitud de la chiquillería… lo cual no le impedía sentir también cierta tristeza.

Esta vez no sería igual, se dijo. Su presencia no iba a impedir que el grupo disfrutara del baño en la charca que, bien lo sabía él, posiblemente sería su único rato de diversión a lo largo de toda una jornada de trabajo duro, en las calurosas cocinas o en donde fuera… Sin dejarse siquiera ver, volvió grupas y remontó el río para dirigirse un poco más arriba, dando un rodeo.

Comenzó a internarse en la fronda, agradecido por la sombra que le ofrecían los árboles. Conocía bien el lugar y sabía que algo más arriba encontraría un lugar perfecto para el baño… Un poco después, el rumor de unos saltos de agua vino a sus oídos. Estaba a punto de llegar. Pero… de nuevo se encontró con que el lugar elegido por él ya estaba ocupado. Esta vez no se trataba de niños; era una pareja de jóvenes, hombre y mujer, que nadaban juntos entre besos y arrumacos. ¡Caramba, apostaría a que…! Sí, el joven se trataba de Robert.

Johan se aproximó a una especie de caldera rocosa que conformaba una laguna de aguas azuladas. La cascada caía desde arriba, formando gran espumareda y un estruendo ensordecedor; gracias a eso, se dijo, la pareja no había tenido ocasión de escuchar los cascos de Bayard sobre la piedra… Johan sonrió porque, aunque no había previsto el encuentro, el mismo era una ocasión perfecta para la pequeña travesura que tenía pensada. En ese momento oyó un relincho familiar, y el destrier alazán del Conde se aproximó a él con un cabeceo amistoso.

- ¡Hola, Campeón! –saludó Johan, pasándole una mano por el belfo- . ¿Qué haces tú por aquí? Ah, ya veo… te han degradado de corcel de batalla a corcel de alarde, ¿eh? Robert quiere presumir y por eso se ha llevado a su enamorada de paseo en tus grupas. Bien, pues estarás de acuerdo conmigo en que hay que darle una lección a ese petulante.

Campeón había empezado a olfatear insistentemente las alforjas de Bayard, y Johan, adivinando lo que quería, sacó de ellas dos manzanas, dándole una a cada caballo. Luego abrió el otro bolsillo y extrajo el corpiño.

- ¡Es una suerte que lo haya traido conmigo! –se dijo- . Ahora, Campeón, quédate quieto, que me vas a ayudar a poner las cosas en su sitio. ¡Te pido disculpas de antemano, buen amigo, porque también a ti te voy a jugar una mala pasada! Anda, ve y devuélvele a la bella lo que es suyo.

Johan soltó los cordones de la prenda y volvió a anudarlos en torno al cuello del destrier. El corpiño quedó muy coquetamente ajustado a su nuca, con los lazos bajo la cabeza, como si de algun tipo de collarín o de tocado se tratara. Johan tuvo que soltar una carcajada ante el resultado. Campeón protestaba cabeceando, tratando de librarse de aquella molestia, pero Johan la había fijado bien y no pudo zafarse. Inquieto, inició un trotecillo de regreso hacia el punto en el que Robert había dejado su ropa y el resto de sus cosas. Johan volvió grupas: de buena gana se hubiera quedado para ver la reacción de ambos, de Robert y de su amiga, al recuperar la prenda perdida de una manera tan bizarra… Pero el sentido común le decía que eso no era, precisamente, prudente, y además seguía teniendo ganas de bañarse y comer de una buena vez. Johan taloneó a Bayard y ambos reemprendieron la ruta río arriba, buscando un mejor lugar.

¡Por fin! En la zona en la que el bosquecillo empezaba a espesarse, encontró una poza recoleta sólo para él. Dejó a Bayard sin sus arreos para que pudiera pastar y beber con comodidad, buscó una rama alta en la que poner su almuerzo a salvo de las hormigas y se quitó la ropa. Entró en el agua de un salto, sintiendo un alivio inmenso que lo compensó de todas las molestias tomadas, y se dedicó a rescatar piedrecitas del fondo con la boca, a guisa de juego. Cuando De Tréville los acompañaba en la charca, solía arrojarles escudos de oro y plata para hacerlos bucear, y todo lo recuperado pasaba a ser propiedad del que lo cogía. Así había conseguido Johan su primera moneda, y estaba decidido a obtener muchas más. De momento, era Robert el que salía siempre vencedor del juego, arrasando con el botín. Era lógico, él llevaba mucho más tiempo practicando y tenía unos pulmones más amplios…

Después de nadar durante cosa de una hora, se dejó mecer libremente por el agua, flotando boca arriba, contemplando la fronda y un poco de celaje sobre él. Por fin se sentía completamente en paz después de los altibajos del día: se había entusiasmado mucho con las alabanzas del Conde, se había entristecido un poco por su encuentro con los chicos en la charca y, como broche de oro, se había divertido sobremanera gastándole la broma a Robert, broma que, lo sabía bien, le pasaría factura tarde o temprano. Ahora, por lo menos durante un rato, se sentiría tranquilo, feliz, libre y a salvo: Johan siempre se sentía así cuando estaba solo en el bosque, perdido para el resto del mundo, en comunión consigo mismo. Cerró los ojos para disfrutar mejor de los sonidos del entorno: el rumor del viento en los árboles, los trinos de los pájaros, el zumbido de los insectos, el chapoteo del agua contra las piedras de la orilla… Oyó unos chillidos lejanos y volvió a abrirlos para ver, en el fragmento de cielo sobre él, a unas aves de presa evolucionando majestuosamente en círculos. Pensó en lo hermoso que sería poder volar para unírseles, para ver el mundo entero desde esa perspectiva única…

Se dejó llevar y traer hasta que empezó a sentir frío y los ruidos en su estómago se hicieron demasiado insistentes. Mientras se secaba al sol devoró el almuerzo, compartiendo las manzanas con Bayard como solía, y decidió que ya había llegado el momento de volver a casa. El Conde lo había emplazado para una lección de espada, y era cosa que no se perdería por nada del mundo… Pero, justo cuando había terminado de vestirse, sintió ganas de aliviar el vientre y buscó un matorral a propósito. Lo hizo sin pensar: no había motivos para esconderse, estando como estaba en un lugar en donde no había nadie más. ¡Y, pobre Johan, nunca lo hubiera hecho…!

Apenas se hubo agachado, algo terrible vino a ocurrir. No tuvo tiempo de escuchar el silbido, ni tampoco reparó en la espantada de Bayard. Sólo sintió un golpe terrible en sus espaldas, un golpe y un dolor lacerante como nunca antes había sentido y como pocas veces más en su vida volvería a sentir. La fuerza del impacto lo proyectó hacia delante, viniendo a caer de bruces en el suelo, mientras resonaba en sus oídos el eco de su propio grito. ¿Qué había ocurrido…?

El dolor no cesó: le traspasaba las espaldas, irradiando desde el costado izquierdo, y parecía que su corazón se había alojado en sus sienes de repente. Johan echó un temeroso vistazo tras él y lo que vio le hizo entrar en pánico: a duras penas distinguía el penacho de una flecha, una flecha adornada con plumas rojas. Una flecha… clavada en sus espaldas, de donde jamás la podría sacar por sus propios medios. ¡Y se hallaba completamente solo! Pidió ayuda a gritos, tratando de tirar él mismo del ástil, dándose cuenta de hasta qué punto estaba sangrando a borbotones y sintiendo cómo se iba oscureciendo todo a su alrededor. Pensó que eran sus últimos instantes en el mundo de los vivos y reunió todas sus fuerzas para pedir, por última vez, ayuda…

Luego, todo se volvió negrura para él. Perdió el conocimiento.

……………………


(CONTINUARÁ)
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MensajePublicado: 28/01/2018 23:23    Asunto: Fanfic Johanot "Los dos Gilles", 2 Responder citando

Volvió en sí, lentamente, mucho tiempo después, aunque él eso no lo sabía. Para él sólo habían pasado unas horas desde el doloroso lance. Cuando hubo aclarado la visión se encontró tumbado de costado en un lugar bien familiar, en su propia cama del castillo de Tréville. Dos almohadas colocadas estratégicamente le impedían voltearse sobre su herida, que de nuevo había empezado a hacerse notar con un dolor pulsátil. Al parecer era de día, y junto a él, sentado a su cabecera, lo velaba Fray Georges, el fraile joven.

- ¡Ah, pequeño, has despertado al fin! –exclamó, saltando de su silla de un brinco- ¡Gracias a Dios! Todos estábamos muy preocupados…

Enseguida avisaron al Conde, que acudió seguido de Messire Stephane, Robert y Marcel. El Conde parecía muy aliviado al verlo consciente, aunque no por ello se libró Johan de una buena regañina. Pero, ¿cómo demonios se le había ocurrido alejarse tanto, y completamente solo? ¿Por qué no se había limitado a quedarse en la charca…? La presencia de Robert le impidió confesar todos los detalles, y Johan contó su pequeña aventura sólo por encima.

Para su asombro, Johan vino a enterarse de que habían pasado nada menos que tres días desde su partida del castillo. Aquella misma tarde, le contaron, habían visto regresar a Bayard, solo y sin arreos, y acto seguido había partido una patrulla en su búsqueda. Pero todo lo que habían podido encontrar, y no antes del día siguiente, había sido un par de alforjas vacías, los arreos del caballo y poca cosa más. De Johan no había ni rastro… De Tréville, que encabezaba la partida, se preocupó sobremanera cuando halló, entre los arbustos, unos jirones de tela pertenecientes sin duda a la camisa de Johan, con restos de sangre. Para su mala fortuna, aquella noche había caído una llovizna veraniega que había contribuido a borrar cualquier otro rastro; ni siquiera los sabuesos de la jauría pudieron hallar nada. Pasó el tiempo y empezaron a desesperar de encontrarlo, pese a haber interrogado a los escasos transeúntes y a haber registrado todas y cada una de las granjas del lugar... Pero un par de días después, al amanecer, los centinelas del castillo habían avistado un bulto abandonado cerca del puente levadizo, y ese bulto había resultado ser él.

- Alguien se molestó en llevarte consigo, sacarte la flecha, curarte la herida, vendarte, volverte a vestir y dejarte cerca del castillo envuelto en una manta –le explicaron- . ¿Tienes idea de quién pudo ser? ¿Recuerdas algo?

Johan no recordaba nada. Tenía la impresión de haber soñado algunas cosas, durante las muchas horas en que había estado inconsciente, pero no podía distinguir el sueño de la realidad.

- ¡Bien se puede decir que has tenido mucha suerte! –le dijo el Conde- . Esa flecha casi te mata. Si llega a clavarse sólo un palmo más arriba, sin duda que te habría perforado un pulmón.

- Yo creo que debieron de tomarlo por un conejo o algo así, dado que estaba entre los arbustos… Sin duda, se trataba de cazadores furtivos. No creo que quisieran hacerle daño a Johan; sencillamente, vieron algo que se agitaba entre los matorrales y le dispararon…

- Sí, Robert, y hay que capturarlos –exclamó De Tréville- y hacerlos colgar lo antes posible, alto y corto. ¡Hay que averiguar quién o quiénes son!

Johan escuchaba el cambio de impresiones cada vez más perplejo. Sabía, como todo el mundo, lo muy rigurosa que era la ley con los cazadores furtivos. Allí y en todas partes, las piezas de caza pertenecían al señor de las tierras, en este caso a De Tréville, y sólo él y sus cazadores podían cobrarlas. Lo contrario estaba penado con la muerte, sin remisión de ningún tipo.

Pero Johan consideraba que, quienquiera que se hubiese tomado tantas molestias por salvarle la vida, merecía también un poco de piedad. Cualquiera podía haberle disparado por error y, al descubrirlo, huir sin más para no dejar pistas, en cuyo caso él hubiese muerto desangrado en pocas horas. No había sido así, el autor del disparo sin duda se había compadecido de él, ya que se había ocupado de curarlo. Aun más, lo había traído de vuelta a casa una vez pasado el peligro… ¡Lo cual indicaba, además, que se trataba de alguien conocido, dado que sabía dónde vivía! Se lo insinuó tímidamente a De Tréville pero, para su sorpresa, el habitualmente bondadoso señor parecía terriblemente enfadado, bien decidido en esta ocasión a dar un escarmiento ejemplar.

- Vamos a iniciar un nuevo rastreo –ordenó- . Tenemos la manta como pista principal, ya que la flecha no llegó a aparecer. Haced que los sabuesos la huelan, llevadlos al punto exacto en el cual apareció Johan y soltadlos a ver a dónde nos llevan. Johan, ¿de verdad que no te acuerdas de ninguna otra cosa? ¿Ni un nombre, ni un rostro, ni una casa…? Pasaste muchas horas en poder de quien te secuestró. Haz un esfuerzo, y procura recordar…

Johan asintió. Pero para sus adentros decidió que, aunque lograra acordarse de cualquier cosa, se guardaría mucho de confesarlo hasta que él mismo no hubiese hecho su propia investigación. Cosa que, por otra parte, se haría esperar un poco… Johan estaba ya fuera de peligro, pero seriamente herido, y le sería preciso mucho reposo y muchos días de inmovilidad total hasta que la profunda herida que había recibido sanara completamente.

Se hizo como De Tréville ordenó: no hacía muchas horas que Johan había sido encontrado, y el rastro aún estaba fresco. De hecho, no tardaron los sabuesos en marcar un punto, y ese punto resultó ser la cabaña de un leñador, dentro del bosque. Se trataba de Gilles. Los soldados del Conde entraron en la cabaña y se lo llevaron detenido. También se llevaron un arco y unas flechas que encontraron allí, escondidos detrás de la estructura de una leñera, a pesar de que el pobre hombre no hacía más que jurar que él nunca había ido de caza en las tierras del Conde, que ignoraba de quién era ese arco y que lo único que sabía era que, cuando estaba recogiendo bayas y ramitas en el bosque, había oido unas voces pidiendo ayuda, las voces de un niño, y que al llegar se había encontrado a Johan inconsciente y casi desangrado, pero ni rastro de la flecha que lo había herido. Había taponado la herida con hierbas rápidamente, improvisando un vendaje con la camisa del muchacho, lo cual había sin duda evitado un desenlace fatal. Luego se lo había llevado a su cabaña para terminar de curarlo allí. ¿Qué por qué no lo había devuelto al castillo de inmediato? Porque había tenido miedo de que lo culparan del ataque. Había mantenido a Johan en su casa los dos días siguientes: el niño había estado muy mal, delirando de fiebre, pero a base de cuidados había logrado mejorar. Le habían ido dando unas tisanas calmantes, con lo que Johan había pasado dormido todo el tiempo que duró su estancia en casa de Gilles. Al final el niño había experimentado una gran mejoría, con lo que, aprovechando la noche, había decidido dejarlo discretamente a las puertas del castillo, en un lugar en donde, estaba seguro, lo encontrarían a la mañana siguiente y lo podrían terminar de curar.

Y ésa había sido su perdición, el acercarse tanto… El Conde escuchó todas las explicaciones del aterrorizado Gilles con gesto inescrutable. Había pasado mucho miedo por Johan durante los dos días en los que no se supo nada de él, y no había hecho más que pensar en Étienne y en que no había sabido cumplir su promesa, la de mantener a su hijo a salvo. Luego, al hallarlo relativamente bien, todo el temor, la angustia y la tensión anteriores se habían convertido en furia, en auténtica sed de venganza… Sin embargo era un hombre de principios, un hombre que se preciaba de ser justo, y pensó que aquel desgraciado se merecía, por lo menos, un juicio. Un juicio menor, de los que se celebraban en su condado, siendo él mismo el juez ante la asamblea de sus barones.

Cuando hubo concluído el interrogatorio, De Tréville se dirigió a la habitación de los pajes, en donde informó a un ansioso Johan de todas las novedades. Johan se afligió mucho cuando supo de la detención de Gilles, porque era un viejo conocido: de hecho había estado algunas veces en su casa, cuando aún era pinche, jugando con su hijo mayor. Le rogó al Conde que creyera en su palabra, que sin duda había sido así como habían ocurrido las cosas. Pero el Conde le dijo que habían encontrado las flechas en la cabaña, y que todo llevaba a creer que había sido Gilles el autor del disparo.

Johan había tenido mucho tiempo para pensar, y había elaborado un pequeño plan. Se maldecía por estar como estaba, inmovilizado, y no ser capaz de levantarse a realizar sus pesquisas él mismo. Pero, si tenía un poco de suerte…

- Messire De Tréville, me gustaría pediros un favor.

- ¿Qué puedo hacer por ti, muchacho?

- ¿Me permitís que vuelva a casa de mis tíos? A terminar de curarme, solamente.

- ¿Por qué? No creo que sea buena idea. ¿Es que no estás bien aquí? ¿Robert te molesta aún?

- ¡No, qué va! Robert está siendo muy amable conmigo.

“Más le vale”, pensó el Conde, “después de las dos palabritas que he tenido con él”.

- En realidad, Johan, creo que es mucho mejor que te quedes aquí. Este aposento es más cómodo, y estás mejor atendido. A menos que… -levantó una ceja- lo que necesites, ahora mismo, sea un poco de calor y cuidado femenino, ¿no?

- ¡Me gustaría estar con mi tía Blondine! –contestó Johan, en tono mimoso, aferrándose al cabo que se le tendía- . Y molestaré lo menos posible allí abajo, Messire, lo prometo.

- Bueno, haré que te trasladen a las cocinas hoy mismo. Eso sí, enviaré al físico a que te haga las curas. Y tienes que prometerme otra cosa… No te vas a levantar, ni vas a estar paseándote de un lado a otro, ¿eh? Esa herida aún dista mucho de estar completamente curada, y cualquier pequeño desgarro podría ser fatal.

- ¡Lo prometo! –dijo Johan, levantando la mano.

Poco después, Johan era bajado al habitáculo de Gilbert y Blondine en unas parihuelas. El niño sabía que, aunque hacía ya un año que él no dormía allí, sus tíos conservaban su jergón en el sitio de costumbre, junto a la pared de la gran chimenea. ¡Buf, ahora que lo pensaba, iba a pasar unos calores del demonio! Sólo esperaba que no hubiesen encontrado… que aún estuviera…

- ¡AY, MI NIÑO! –fue lo primero que chilló Blondine, cuando lo vio- . ¿QUÉ ES LO QUE TE HAN HECHO ESOS MALNACIDOS? ¡ASÍ LOS CUELGUEN, MIRA QUE DIVERTIRSE LANZÁNDOLE FLECHAS A UNA CRIATURA! ¿COLGARLOS, DIGO? ¡COLGARLOS ES POCO! ¡MEJOR QUE LOS DESCUARTICEN! ¡MESSIRE DE TRÉVILLE! ¿CÓMO HABEIS PODIDO PERMITIR ESTO?

- Te aseguro, Blondine, que el culpable será castigado como se merece. ¡Y, por favor, no lo abraces tan fuerte, que se va a volver a abrir esa herida y lo vas a rematar! Johan… ¿estás seguro de que no prefieres volver a tu aposento?

- ¡Estoy seguro, Messire! –dijo Johan, sudando frío- . Estaré muy bien aquí.

- ¡Perfectamente, pequeño! Es tu elección. ¡Ja, ja! Que disfrutes mucho del… calor y los cuidados femeninos –se choteó el Conde, abriendo la puerta para marcharse.

Todos se fueron y Johan quedó allí, tumbado en su jergón de paja, que le pareció mucho menos cómodo de lo que acertaba a recordar. Tía Blondine estuvo dando vueltas por el recinto un buen rato, despotricando de lo que habían hecho con “su” Johanot y repitiendo una y otra vez que “jamás debieron habérselo llevado de su lado” y que “ella jamás hubiera consentido eso” y que “mira que meter a un niño tan pequeño en tamaños berenjenales”, y cambiando de sitio todos los objetos de la habitación en su furioso soliloquio. Johan estaba seguro que, de no ser por el obligado respeto que le debía, Blondine no hubiera dudado en agarrar una sartén de las grandes y emprenderla a sartenazos con el Conde.

Pasado un rato, Blondine debió irse a atender el horno, y Johan aprovechó ese momento para introducir las manos en el estrecho hueco entre el jergón y la pared, separando la paja y palpando con cautela a fin de encontrar la piedra suelta. No tuvo dificultad alguna en hallarla y, escarbando con los dedos, separarla gentilmente para destapar el hueco, el escondrijo secreto de sus tesoros. Metió una mano hasta que encontró aquello que, afortunadamente, aún seguía allí: la bolsa de tela con sus tabas. Y, en medio de todas ellas… ¡sí! Todavía estaba: ¡su escudo de plata! Respiró con alivio mientras jugueteaba con la brillante moneda, haciéndola pasar de uno a otro dedo. Le dio algo de lástima pensar que, en breve, tendría que despedirse de ella, si es que quería seguir adelante con su plan.

Plan que meditó profunda y largamente, ya que suponía jugárselo todo a una sola carta. Lo más importante: ¿a quién emplazaría? Tenía que ser una buena elección, pues no tendría otra oportunidad. Hacía un año que no se relacionaba con ninguno de los chicos, así que no estaba al tanto de cómo habían ido cambiando sus vidas ni sus necesidades. Se sintió un poco traidor al pensar que, justamente, iba a aprovecharse de ellas para lograr sus fines, aunque, si bien lo pensaba, el fin último consistía en tratar de salvar la vida de un pobre hombre, ya fuese inocente o no, y eso debería justificarlo todo. O eso quería creer.

Blondine entraba y salía continuamente de la estancia, dividiéndose como si fueran cien entre el trabajo en las cocinas y la atención al herido, y Johan aprovechó sus rápidas visitas para irla interrogando disimuladamente sobre el particular. Como de costumbre, su tía no paraba de hablar mientras faenaba, contándole mil y un chismes sobre la vida y las vicisitudes cotidianas de las familias del servicio, y así Johan fue haciéndose un pequeño esquema mental de cómo les estaría yendo a sus antiguos amigos. No tuvo que pensar mucho para decidirse por uno: Jacquot tenía más o menos su edad, acababa de perder a su padre ese mismo invierno, era listo como una ardilla y no se habían llevado nada mal en el pasado. Johan echó, pues, el anzuelo.

- Tía, me aburro. Me gustaría invitar a alguien para jugar. ¿Puedo?

Él mismo estaba asqueado al oírse emplear un tono tan meloso y tan infantil, pero sabía que funcionaba muy bien con las mujeres mayores, sobre todo si eran la tía Blondine.

- ¡Para juegos estás tú! Tú no te puedes mover de la cama, ya oiste lo que dijo Messire. Bien clarito que lo dijo.

- ¡Pero si es algo a lo que se puede jugar acostado! Me gustaría echar una partida de tabas, hace siglos que no juego. Arriba nadie sabe. ¿Puedo invitar a Jacquot? El hijo de Jacques, el pelirrojo –hizo un gesto animador con la cabeza- . ¿Puedo? ¡Por favor!

Blondine se encogió de hombros. Bueno, si eso era todo…

Jacquot apareció en el umbral de la puerta aquella misma tarde. Era un chico pequeño, de aspecto nervioso y una desgreñada melena de color rojizo. Tenía el rostro cubierto de pecas y expresión de alerta, como si estuviera algo confuso por la repentina invitación. ¡Y sabe Dios que lo estaba…! Johan y él nunca habían sido íntimos, y no comprendía por qué lo había escogido a él, de entre toda la caterva, para jugar a las tabas. ¡Si ni siquiera jugaba muy bien! Su primer deseo había sido disculparse y no acudir, pero tampoco se atrevía. Al fin y al cabo, Johan se había convertido en un protegido personal del Conde, y no era cuestión de ir desairando a nadie. En segundo lugar… bueno, las cosas no iban muy bien en su casa desde la muerte del padre, y despreciar la ocasión de visitar el hogar de Blondine, con las delicias que preparaba, hubiese sido tontería. Y en tercer lugar, claro, se moría de curiosidad… A esas alturas, todo el mundo conocía ya la historia de la flecha, y él quería enterarse de primera mano de cómo había sido todo. Así que allí estaba, con su propia bolsa de tabas en una mano y esbozando con la otra un tímido saludo.

- ¡Hola! ¡Pasa! –exclamó Johan, haciéndole señas con la mano- . ¡Por fin algo de compañía! Esto es sumamente aburridísimo. No me dejan hacer nada…

Jacquot se sentó en un taburete junto al camastro, y los dos niños vaciaron sus bolsas sobre el jergón. Johan, claro, ya había ocultado su escudo en un sitio mucho más discreto, en el forro del cojín de arpillera que le servía de almohada. Recostado a medias sobre él, empezó la partida, sin más preámbulos: los niños lanzaban la china al aire y recogían la mayor cantidad de tabas posible antes de volver a interceptarla… Bien se puede decir que aquello era un auténtico desastre: Johan estaba medio paralizado, y Jacquot no hacía más que echar miradas curiosas a todo: al mobiliario, a la puerta, al vendaje de Johan… Hacía un intenso calor, no hay ni que decirlo, ya que la gran chimenea de las cocinas llevaba encendida desde la madrugada, al otro lado de la pared, y caldeaba todo el cuarto. Johan sudaba de lo lindo aunque sólo iba vestido con la faja de vendas y un escueto calzón corto. Por cierto que sus bucles ya eran historia: el pelo le caía, lacio y empapado, a ambos lados de la cara y la nuca, y de no ser porque las últimas preocupaciones le habían impedido reparar siquiera en ello, sin duda que eso lo hubiera hecho el niño más feliz del mundo. En cuanto a Jacquot, se le veía no menos sofocado en sus humildes ropas de estameña… Como adivinándolo, Blondine apareció en la puerta cargada con una bandeja en la que podían verse dos jarras grandes, un par de vasos de barro y un enorme pastel de carne cortado en ocho porciones.

- ¡Aquí teneis, leche y vino bien fríos, recién sacados de la cava! ¿Todo va bien por aquí? Niños, yo me tengo que ir un rato largo al obrador. ¡Jacquot, ayuda a Johanot si lo necesita, con el vaso y todo lo demás, y ve a buscarme en caso de que haga falta! Recordad que Johanot no se puede levantar para nada –Blondine dejó la merienda sobre la mesa y les echó una mirada severa- . En fin, quiero confiar en que sereis buenecitos y seguireis jugando tranquilamente. ¡No quiero ver ni una miga cuando vuelva!

Jacquot llenó los vasos con el vino aguado y los niños bebieron con avidez. Luego atacaron el pastel. Mejor dicho, Jacquot atacó el pastel. Johan mordisqueaba su porción con poco interés, considerando que había llegado el momento de mostrar por fin sus cartas. Estaba meditando la mejor manera posible de sacar el tema, cuando el mismo Jacquot se lo puso en bandeja.

- ¿Duele mucho, que te claven una flecha? –preguntó el pelirrojo con la boca medio llena.

- ¡Buf! No he conocido cosa más horrible –contestó Johan, elevando los ojos al techo- . De hecho, me desmayé. ¿Quieres ver la herida? –como Jacquot no le contestara inmediatamente, lo aguijoneó- ¡Es decir, si es que te atreves, claro!

- ¡Pues claro que me atrevo, no soy un moñas! Pero creo que no deberías quitarte la venda.

- No hace falta quitarla, se levanta un poco por aquí… ¿ves?

- ¡Es espantoso! Esto te va a dejar una cicatriz horrenda.

- Yo no la he visto. ¡Estando donde está…! Pero me han dicho cómo es. Estoy loco por curarme del todo para poder salir de la cama. Yo… ¡tengo que hacer una cosa muy importante!

- ¡Si te levantas, tu tía te mata! –Jacquot le guiñó un ojo mientras se servía el tercer trozo de pastel- . ¿Quieres que te alcance otro pedazo?

- No tengo hambre ya, termínatelo tú si quieres –dijo Johan- . ¡Escucha, Jacquot, me gustaría pedirte un favor muy gordo! Necesito hablar con P’tit Gilles, el hijo de Gilles, el leñador –y, viendo la expresión que se le estaba quedando a Jacquot, se apresuró a añadir:- . ¡No es para nada malo! Quiero ayudarle. Iría yo mismo a su cabaña, pero… ya ves cómo estoy. ¿Sería posible que fueses tú, de mi parte, y le dijeses que venga a verme?

Jacquot estaba cada vez más pálido. Incluso dejó su pastel de nuevo en la bandeja.

- ¡Johanot, eso que me estás pidiendo no puede ser de ninguna manera! Supongo que ya te han dicho que Gilles…

- … está en las mazmorras esperando su juicio, sí. ¡Pero es de eso de lo que se trata! Quiero que se haga justicia, auténtica justicia. Yo estuve en casa de Gilles dos días, inconsciente, y necesito saber exactamente qué pasó. Y, como Gilles padre está fuera de mi alcance, tengo que preguntárselo al hijo… No me extrañaría nada que él no quisiera hablar conmigo, de hecho debe de odiarme porque es por mi culpa que su padre está donde está. Pero, y esto es muy importante, quiero que sepa que yo estoy de su parte.

- Pero el Señor Conde…

- Él no tiene por qué saberlo –contestó Johan, desviando la mirada.

- ¡A mí no me apetece nada ir a la cabaña de los Gilles, Johanot, te soy franco! –le dijo Jacquot, imitando el gesto- . La desgracia ha entrado en esa casa. El Señor Conde estaba tan furioso, se cuenta, que es un milagro que no se haya llevado presa a toda la familia… Nadie cree que Gilles se vaya a salvar, acabará en la horca. Todos lo saben. ¡Con juicio o sin él! Y, aunque yo vaya a hacer tu encomienda… ¿qué te hace pensar que P’tit Gilles querrá venir a hablar contigo? ¿Qué podría moverle a hacer eso?

- El interés por salvar la vida de su padre, me imagino, y devolverle su buen nombre…

- Eso si es que se fía de mí. Y de ti. Y, aunque así sea… ¿crees que los guardias del castillo lo dejarían entrar?

- ¿Por qué no? Ni siquiera creo que sepan quién es. Si viene contigo y entrais discretamente, por la poterna de los lavaderos o algún sitio así… O por el túnel de los sótanos, ya sabes a cuál me refiero –y, viendo cómo el ánimo de Jacquot parecía flaquear cada vez más, decidió emplear su último recurso- . ¡Escucha, tú sólo tienes que ir a su casa y explicarle todo lo que te he dicho! No correrás ningún peligro. Y, si me haces el favor, te daré… esto.

Johan dejó entrever su preciada moneda, en la palma de la mano. Y tuvo éxito, porque los ojos de Jacquot se abrieron como platos.

- ¿Un escudo de plata?

En su vida había visto tanto dinero junto y a su alcance. Ni siquiera cuando vivía su padre…

- Si quieres, puedes dárselo a tu madre. Seguro que podrá comprar muchas cosas con él.

- Pero… pero eso no está bien. Escucha –lo miró con desconfianza- , esto no será robado, ¿no?

- ¡Claro que no! –se escandalizó Johan, aunque comprendía sus reticencias. En su antiguo mundo, ningún niño poseía un escudo de plata a menos que fuese robado- . Esto… lo gané. Soy paje, ¿recuerdas? –no se atrevió a dar muchas más explicaciones, porque las circunstancias de cómo lo había conseguido le parecían ahora bastante frívolas.

- Yo no podría ganar esa suma, haciendo de pastor, ni en mil años…

- ¡Pues ya ves, puede ser tuya sólo con que me hagas ese recado! Por supuesto, sin que mi tía ni nadie más se entere…

- ¡Claro! –parecía que Jacquot se estaba animando. En su cabeza, se iba haciendo una pequeña idea de la de cosas que podrían hacerse con semejante tesoro: llenar la despensa… y pagar a alguien para que arreglase el agujero del tejado… y comprar ropa para su madre, para él y para sus hermanos… - Creo que lo voy a intentar, bueno, porque veo que es algo honrado. ¿Cuándo quieres ver a P’tit Gilles… es decir, si es que él está de acuerdo en venir? –adoptó una expresión desconfiada- . Me pagarás de todas maneras, ¿no?

- Si me juras que irás a buscarlo y harás todo lo posible para convencerlo, te doy el escudo ahora mismo. Y cuanto antes esté aquí, mejor.

- Entonces iré mañana, a primera hora. Por cierto… ¿qué ocurrió exactamente cuando te clavaron la flecha? ¿Cómo fue?

- ¡Eso lo hablaremos mucho mejor mañana, con P’tit Gilles delante! –dijo Johan, con expresión ladina- . Entonces lo contaré todo. De momento…

¡Providencial! En ese instante, se abrió la puerta y apareció Blondine con un pequeño cesto. Los niños volvieron a centrarse en las tabas, Jacquot echó mano al trozo de pastel empezado y ya no se habló más del tema. Eso sí, en un momento en que Blondine estaba de espaldas, el escudo de plata cambió discretamente de mano. Un poco más tarde, Jacquot dijo que debía marcharse, y Blondine metió los trozos sobrantes del pastel en el cesto y se lo dio para que se lo llevase a su madre. Jacquot sonrió agradecido: los Gilbert eran buenas personas, Johan se merecía indudablemente su ayuda. Éste se quedó, a su salida, un poco inquieto, con cierta desazón. Y no sólo por haber perdido su escudo…

“¡No tengo disculpa!”, se dijo Johan, volviendo a guardar pensativamente sus tabas en la bolsa. “Soy un manipulador terrible”.

………….


(CONTINUARÁ)
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Ultima edición por Pirluit el 13/02/2018 21:15, editado 1 vez
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Pirluit
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MensajePublicado: 29/01/2018 18:16    Asunto: Fanfic Johanot "Los dos Gilles", 3 Responder citando

- Estoy harto de estar aquí tumbado, tía. ¿Crees que falta mucho para que me dejen levantarme?

- ¡Por el amor de Dios, Johanot! No hace ni cuatro días que entraste por esa puerta, y es la decimoquinta vez que me lo preguntas desde que amaneció. Pues sí, falta mucho. ¡Muchísimo! Días y días, y semanas incluso. Y, ¡pobre de ti como se te ocurra poner un pie en el suelo por tu cuenta!

Como solía decir a menudo el Conde, incluso años después de lo que aquí se relata, Johan era, en su opinión, “el mejor de los hombres sanos y el peor de los hombres enfermos”. Simplemente, era incapaz de estarse quieto mucho tiempo en el mismo sitio, le resultaba del todo insufrible. Imaginaos, pues, lo que debía de suponer para él una postración de ese tipo… Además, en esta ocasión tenía aún más motivos para sentirse impaciente: habían pasado ya casi dos días desde la visita de Jacquot, y ni de él ni mucho menos de P´tit Gilles tenía aún la menor noticia. No le extrañaba del todo, desde el principio había contemplado la posibilidad de que el hijo del leñador no quisiera o no se atreviera a aparecer. Pero Jacquot, se decía, bien habría podido dejarse caer a darle alguna explicación… Mucho se temía que había hecho el tonto y que había perdido su escudo a cambio de nada. ¡En fin…! Por lo menos, no podía decirse que no lo había intentado.

El que sí apareció, para su sorpresa y alegría, fue De Tréville. Traía un libro debajo del brazo. Eso fue aquella misma tarde, en un momento en que Blondine no estaba… El Conde abrió la puerta y se encontró con Johan, que tenía una serie de cuencos en hilera delante de él y parecía muy concentrado en algo que estaba haciendo.

- ¡Hola, muchacho! ¿Qué pergeñas?

- ¡Messire de Tréville! ¡Qué bien! Estoy… separando lentejas. Porque dicen mis tíos que “manos ociosas, manos pecaminosas”.

- Y tienen razón, son personas muy cabales tus tíos. ¡Pero aquí te traigo otra distracción…! Te lo envía Fray Arnolfus. Para que leas un poco y no olvides lo aprendido, me dijo.

Johan torció el gesto. Pero, con lo monótonos que estaban resultando sus días, incluso el estudio le parecía una actividad apetecible… ¡Buf, por lo menos no se trataba de latín! Eso se dijo, cuando vio que el volumen que le entregaba el Conde no era sino la vieja copia de “La Chanson de Rolant” que él estaba leyéndose a ratos perdidos. Por el momento, su libro favorito…

- ¡Sois muy amable, Messire, pero no puedo aceptarlo! Aquí, con este calor y con la humareda que entra a veces, puede estropearse, y un libro es algo muy valioso y muy caro, y Fray Arnolfus lo tiene en gran estima, y…

- ¡Todo eso ya se lo dije yo, pero que si quieres…! -repuso De Tréville, agitando la mano- . Insistió en enviártelo. Está ya muy viejo y sobado, de todas maneras, y cualquier día le conseguiré una mejor copia. Además, él sigue erre que erre con que muy pronto lo llamará el Señor, y entonces le va a dar igual el estado en el que deje sus libros. Ya lo conoces…

Johan rió para sus adentros. El fraile siempre aseguraba que estaba a punto de morirse, y el Conde le había confiado que esto era así desde que él mismo era un niño. “Y nos enterrará a ti y a mí, ya lo verás”, había concluido De Tréville.

- Hay sidra fresca en esa jarra, Messire –dijo Johan, ruborizándose un poco- . No es muy buena, aunque apaga la sed. ¡Me gustaría poder escanciárosla yo mismo, pero…!

- Ya, ya, no te preocupes, pequeño –el Conde se sirvió un vaso y lo vació de un trago. Luego lo llenó de nuevo y se lo tendió a Johan- . Estás convaleciente, así que no pretendo que me atiendas. Más bien eres tú quien necesita mucha ayuda ahora… Y bien, ¿qué tal te está yendo por aquí? El físico me ha dicho que la herida evoluciona estupendamente. ¿Sigues decidido a quedarte?

Johan no supo qué decir. Había bajado a las cocinas con el objeto de poder entrevistarse con P´tit Gilles, pero sus esperanzas de verlo se estaban esfumando rápidamente. Ahora, tal vez, le resultaría más útil encontrarse en las cámaras altas, cerca del lugar en donde, lo sabía bien, se celebraría en breve el juicio menor. No era para él un evento desconocido, ya había tenido la oportunidad de asistir a tres de ellos. El Conde presidía las audiencias acompañado de un paje, y en esas ocasiones le había tocado servirle a él. Sabía, pues, de qué se trataba… Una vez cada dos meses, los barones del condado concurrían al castillo para celebrar una asamblea y rendir cuentas, y era cuando tenían lugar los juicios. Sí, tal vez fuese mucho más útil el desplazarse a su aposento de nuevo, en donde, con la ayuda de Marcel, tal vez podría…

En ese instante tocaron a la puerta, y una voz conocida solicitó paso. Para consternación de Johan, se trataba de Jacquot… ¡No! ¡Qué momento tan inoportuno! Es más, Jacquot no venía solo. Detrás de él entró un chico de unos once años, moreno y delgado, con el semblante adusto y que a todas luces no sentía la menor gana de hallarse en donde estaba. Johan maldijo para sus adentros, suplicando a todos los santos que De Tréville no lo reconociera… Tuvo suerte: Jacquot se hizo cargo de la situación enseguida, y al ver al Conde en la estancia hincó la rodilla y bajó la cabeza en señal de respeto. P’tit Gilles hizo otro tanto. En realidad, lo que deseaba el hijo del leñador era mirar al noble directamente a los ojos y gritarle que Gilles era inocente, que no tenía derecho a retenerlo en una mazmorra y mucho menos a decretar su muerte. Pero venció su prudencia y, sobre todo, su deseo de quemar el último cartucho y tratar de salvar a su padre utilizando el único medio que aún parecía quedar a su alcance. Bajando la cabeza, logró ocultar su rostro, y De Tréville no pareció hacerles tampoco mucho caso. Por primera vez, Johan se sintió agradecido por esa costumbre de los nobles de mirar a la plebe sin verla realmente…

- ¡Mira, parece que tienes compañía! –dijo De Tréville a Johan, risueño- . Ya me ha dicho Blondine que tus amigos te visitan para jugar a las tabas.

- Eh… sí, teníamos prevista una partida esta tarde, ¿verdad? Jacquot, P´tit Jules… -improvisó Johan.

- O sea, que prefieres quedarte –continuó De Tréville, con intención- . ¡Ahora lo entiendo! Bien… será reconfortante, me imagino, volver a ser un niño y hacer las cosas que hacen los niños, aunque sea de forma temporal. ¡En fin, me voy! Avísame si necesitas algo, cualquier cosa. ¡Y lee un poco, perillán!

El Conde le dio un ligero golpe en la cabeza con el “Rolant” antes de salir, y, en cuanto la puerta se hubo cerrado, todos soltaron a la vez el aliento que habían estado conteniendo.

- ¿P’tit Jules?

- ¡Eso ha estado muy bien! Fuiste ágil, Johanot.

- El Señor Conde aquí… ¿Quién lo iba a decir? ¿A qué venía?

- Pues… a traerme un libro de parte del fraile viejo, y… a ver qué tal me iba –dijo Johan, algo avergonzado. Sabía que había detalles de su nueva vida que sus antiguos amigos no llegaban a comprender del todo. ¿El Señor Conde, bajando a las cocinas a llevarle un libro a él? ¿Qué sería lo siguiente? ¿Acudiría, con un mandil puesto, a servirle la comida al tío Gilbert? P’tit Gilles echó a Jacquot una mirada elocuente: “¡Para que luego digas que no, que no se ha convertido en un niñato mimado!”, parecía querer decir.

Se hizo, a continuación, un incómodo silencio. Johan sacó su bolsa de tabas de debajo de la almohada y las esparció por encima del jergón. Nadie tenía ganas de jugar, evidentemente, pero necesitarían una excusa por si Blondine o alguien más volvía a entrar de manera inesperada en el recinto.

- ¡Bueno, Johanot, aquí me tienes! –dijo P’tit Gilles, en tono áspero- . ¿Qué quieres de mí? Lo que tengas que decirme o preguntarme hazlo rápido, pues quiero volver prontito a mi casa.

- Sí. Ante todo, te agradezco que hayas venido, porque me imagino lo difícil que debe de ser en tus…

- ¿Te imaginas? ¿Te imaginas…? ¡Te imaginas un cuerno! –espetó P´tit Gilles- . ¡No te puedes hacer ni la menor idea de lo que estamos pasando por tu culpa! Mi madre está ya enferma de tanto llorar, y mis hermanos pequeños hace días que no se atreven a salir de casa del miedo que tienen, y nadie quiere tener nada que ver con nosotros por temor a las represalias del Conde, y lo peor es que mi padre no ha hecho nada malo y está encerrado en las mazmorras del castillo, en Dios sabe qué condiciones, esperando sólo una cosa, a que lo ahorquen. ¡Y su único delito fue encontrarse contigo y tratar de salvarte la vida, para que lo sepas! Todo eso de que la flecha que te hirió era nuestra, y que somos cazadores furtivos… todo eso son puras mentiras, Johanot, entérate bien. Pero, claro, ¿quién me va a creer a mí…?

- ¡Bueno, de entrada, yo te creo! –consiguió encajar Johan, cuando P’tit Gilles se paró a tomar aliento- . Además, estás aquí después de todo, y eso debe de ser por algo.

- No te entusiasmes, estuve a punto de no acudir –continuó P’tit Gilles- . Jacquot fue a verme antesdeayer, y estuvo cerca de una hora tratando de convencerme de que sólo quieres ayudar, y yo me fío de él porque se le ve tan empeñado, pero no ha sido una decisión fácil.

- ¡Me dijo que tenía que pensárselo mucho, y por eso no hemos podido venir hasta hoy! –intervino Jacquot, que estaba muy entretenido clasificando lentejas. Se sentía aún en deuda con Johan, por lo del escudo, y estaba poniendo mucho empeño en quedar lo mejor posible con él. Quién sabe, a lo mejor había más encomiendas como ésa en el futuro…

- Mi padre, y también mi madre, me hicieron jurar que no hablaría con nadie de todo esto, pero ahora mismo estoy rompiendo ese juramento –dijo P’tit Gilles, con dificultad- . ¡Y es que no veo qué otra cosa puedo hacer! Al fin y al cabo, dentro de todo… tú eres el único que se ha interesado por nosotros y que nos ha ofrecido algo de apoyo. Confieso que no me fío por completo, toda esta situación es muy rara. Quiero decir que yo… si estuviera en tu lugar estaría furioso, la víctima del flechazo fuiste tú. ¿De verdad que lo que quieres es echarnos una mano?

- ¡De verdad, ten confianza, sólo quiero ayudaros! –le tranquilizó Johan- . Por lo que hicísteis por mí. Sí, me salvásteis la vida, y eso es lo único que me importa… He tratado de hacérselo entender a Messire De Tréville, pero no quiere escucharme.

- ¡Oh! ¿En serio? Sería la primera vez que tu preciosísimo Señor Conde no te hace ningún caso –dijo P’tit Gilles, deseando mostrarse hiriente. Pero su tono era tan lastimoso que Johan no se lo tomó en cuenta… Aquel muchacho llevaba muchos días siendo víctima de un gran sufrimiento- . ¡Bueno, Johanot, pues si puedo hacer cualquier cosa para sacar a mi padre del atolladero, dime pronto lo que es! Cuenta conmigo para lo que sea, en ese sentido… No tengo miedo. Antes sí lo tenía, y mucho, pero ya no… ¡Es que ya no puede ser peor! No, las cosas ya no pueden ir a peor…

P’tit Gilles se secó un par de lágrimas indiscretas con el dorso de la mano, y nadie se extrañó de ello. Jacquot carraspeó un par de veces.

- Estooo… Chicos, ¿quereis que me marche?

Johan y P’tit Gilles se miraron y se pusieron de acuerdo de inmediato, sin palabras.

- ¡Quédate, si quieres! Estás tan en el ajo, ahora mismo, como nosotros dos.

- Sí, pero los tres hemos de jurar, solemnemente, que no le contaremos a nadie nada lo que aquí se hable hoy…

Se hizo el juramento de rigor, todos escupieron en la palma de su propia mano y se las estrecharon mutuamente. Sólo entonces prosiguió la conversación.

- Primera cosa, y que para mí es la más importante: ¿qué pasó con la flecha? –preguntó Johan.

- ¿La flecha?

- Sí, la flecha que me hirió. Según el Conde, tu padre cuenta que, cuando me encontró, no había ninguna flecha. Pero yo llegué a verla… En cambio, también me han dicho que los soldados encontraron un arco y varias saetas escondidos en vuestra casa. ¡Vamos, necesito saber la verdad! ¿Qué pasó con la flecha?

- Lo que mi padre dice es cierto, Johanot –dijo P’tit Gilles, muy despacio- . Es algo que te puedo asegurar bien. ¡No había flecha! Estabas tú, medio muerto en un gran charco de sangre, pero no había ninguna flecha.

- ¿Eso te lo contó tu padre? Tal vez lo dijo así para evitar que…

- ¡No! –estalló P’tit Gilles- . ¡Yo lo vi con mis propios ojos! Mi padre me hizo jurar que no lo contaría a nadie, pero… ¡yo estaba con él! ¡Estuve con él en todo momento!

Todos parpadearon.

- ¿Estabas con él?

- Sí, yo lo acompañaba esa tarde, como casi siempre. Fuimos al bosque a recoger ramas para el fuego y algunas bayas, pero no a cazar.

- Sin embargo, tu padre le dijo al Conde que estaba él solo.

- ¡Claro, porque no me quiso comprometer! Figuraos… Si se llega a saber que íbamos los dos juntos, a mí también me hubieran detenido, y encarcelado, y condenado. Y mi padre, cuando se dio cuenta de en qué lío nos habíamos metido, me lo hizo jurar… Me hizo jurar que no confesaría jamás que yo también estuve. Porque, me dijo, si a él le pasaba algo… a mí me correspondería hacerme cargo de la familia. No puedo dejar a mi madre sola, mis hermanos son aún demasiado pequeños… ¡Sería demasiado para ella, me dijo mi padre, perder en el mismo día a su marido y a su hijo mayor! Yo no quería hacer el juramento, me parecía una cobardía por mi parte y también una traición. Pero tenía mucho miedo… Además, teneis que saber una cosa: fui yo quien escuchó los gritos de Johanot, quien llegó a la poza el primero y quien insistió para que lleváramos a Johanot a casa para curarlo, porque lo conocía desde hacía tiempo. Mi padre, de todas formas, jamás hubiese dejado a un niño morir solo en el bosque, aunque eso le supusiese un riesgo. Sí, fui yo quien encontró a Johanot… ¡Y llegué a arrepentirme! ¡A arrepentirme mil veces! De haber sabido lo que iba a ocurrir, no habría dudado en pasar de largo y dejar a Johanot a su suerte, aunque se hubiese muerto. No tengo nada contra ti, Johanot, creo que eres un buen chico. Pero, si he de elegir entre tu vida y la de mi padre… bueno, creo que ya sabeis lo que quiero decir. ¡Sí, ojalá te hubieses muerto tú, Johanot, en lugar de mi padre! ¡Ojalá que nunca hubiese oído tus llamadas de auxilio, y que nunca te hubiésemos encontrado…!

De nuevo, Johan dejó que P’tit Gilles se desahogara durante el tiempo necesario, sin juzgarlo. P’tit Gilles tenía razón: Johan no se podía imaginar cuan profundo era su dolor, ni ponerse del todo en su lugar. Él… no había pasado nunca por un trance tan amargo como aquel por el que estaba pasando el hijo del leñador, y por lo tanto no se sentía con derecho a enfadarse con él, ni siquiera por las cosas tan terribles que le estaba diciendo.

- ¡Estabas allí! –se limitó a repetir, maquinalmente, Johan- . Estuviste allí todo el tiempo… y no había flecha. P’tit Gilles, ¿sabes lo que eso quiere decir?

- Sí, quiere decir que alguien muy cobarde te hirió, te encontró, te sacó la flecha a fin de no dejar pistas y se largó, abandonándote para que te murieras. ¡Menudo descubrimiento!

- Eso es, pero también me indica algo más –dijo Johan, con los ojos brillantes- . ¡Quiere decir que, en algún momento, os debisteis de encontrar…!

P’tit Gilles parpadeó.

- ¿Nosotros? ¿Con tu agresor? No veo por qué, el bosque es muy grande. Él pudo venir e irse por un lado, y nosotros por el otro…

- Sí, pero a la fuerza teníais que estar cerca. ¡Vamos, piénsalo! La flecha me dio y me desvanecí casi en seguida, de eso me acuerdo bien. Cuando te pasa algo así, os lo juro, es algo que no se olvida fácilmente… Recuerdo que caí dando un grito, vi la flecha y me dio tiempo a gritar dos o tres veces antes de perder el sentido, no más. Si tu padre y tú oisteis mis llamadas, es que estabais bastante cerca. Y, si al llegar vosotros ya no estaba la flecha… es que el arquero que la disparó estaba bastante cerca también, de lo contrario no le hubiese dado tiempo a acudir, sacar la flecha e irse antes de vuestra llegada. ¡Entonces, con un poco de suerte, lo habreis podido escuchar o incluso ver…!

Unos instantes de silencio.

- No –dijo P’tit Gilles- . Yo no oí a nadie. Ni vi nada raro tampoco…

- ¡Piensa! –dijo Johan, entrecerrando los ojos- . Tú conoces muy bien el bosque. Piensa… Algo que no era habitual, algún detalle extraño… Voces, pisadas, relinchos, ladridos o algo así.

En su cabeza, volvió a oir la voz del Conde: “Pistas. Rastros. Trazas. Huellas. Como cuando vamos de cacería… ¡Cuéntame la historia que pudiste leer en las pistas!”

P’tit Gilles también entornó los ojos. Hacía, evidentemente, grandes esfuerzos por recordar.

- Sí que oí relinchos y ruido de cascos, ahora que lo mencionas, pero pensé que eran de tu caballo.

- Y seguramente lo serían… Bayard debió de asustarse por algo y salió a la carrera. Luego, volvió solo al castillo… ¿Lo llegasteis a ver?

- ¡No! Sé que llevabas tu caballo porque vi las bridas y la silla cerca de la poza. También oí a tu halcón.

Un instante de silencio.

- ¿Halcón? –se extrañó Johan- . ¡Yo no tengo un halcón!

- Sí que lo tienes, te he visto con él alguna vez, pasando muy cerca de donde vivo. Ibas a caballo con el Conde y con otros cazadores, y cada uno de vosotros llevaba un halcón en el puño.

- Ya sé a qué te refieres –dijo Johan- . ¡Aunque ese halcón no es mío…! Es del Conde. Son todos del Conde. Cuando va a practicar cetrería se lleva a sus aves, y yo sólo me encargo de portar a una de ellas en el puño. Como Marcel, que lleva a la otra… Es una tarea ingrata. Una vez, casi me saca un ojo, el maldito bicho... ¡Pero no es mi halcón! Y, por supuesto, aquella tarde no llevaba ningun halcón conmigo. Ni siquiera estaba de caza, sólo quería darme un baño. ¿Y dices que viste un halcón?

- Sí, pasó muy cerca de donde estábamos.

- Eso no quiere decir nada, de todas formas; el bosque está lleno de halcones silvestres…

- ¡Pero éste no lo era! Llevaba cascabeles y unas correas colgando de las patas. Estoy muy seguro porque no sólo lo oí, también lo vi volando en lo alto, como cuando están a punto de caer en picado sobre una presa… ¡Sí, se distinguían claramente las correas!

Johan guardó unos instantes de profundo silencio, acariciándose maquinalmente la barbilla. Su cerebro trabajaba a toda velocidad.

- Bien, ya tenemos algo más. ¡Y no es poco! Un halcón quiere decir que el cazador, el que supuestamente disparó la flecha contra mí, no es uno cualquiera. Sólo los nobles pueden poseer halcones. Lo contrario…

- Sí, está penado con la muerte, todos lo sabemos –dijo P’tit Gilles, con amargura- . De todas formas, únicamente alguien con mucho dinero puede dedicarse a comprar y adiestrar halcones para la caza.

Johan recordó, en ese momento, a las aves de presa que había visto en el cielo mientras flotaba en la poza. Esa tarde no había reparado en ello, pero entonces lo entendió. Chillaban y volaban en círculos, como si estuvieran dando la alarma o a la defensiva. Estaba claro, había intrusos en su territorio… aves extrañas. Aves competidoras, aves de presa que no pertenecían a ese bosque, que tal vez venían de muy lejos… Sin duda, que actuaban así defendiendo sus nidos.

- ¡Y la flecha! –exclamó- . Sólo la vi un momento, pero ahora pienso en que era de muy buena calidad. Con las plumas bien recortadas, en bisel, tres hileras de ellas y todas teñidas de rojo…

Ahora fue P’tit Gilles quien pegó un respingo.

- ¿Plumas rojas? Johanot, ¿has dicho plumas rojas?

- Sí, ¿por qué?

- ¡Oh, pero… eso lo arregla todo! –exclamó el chico, excitadísimo- . ¡No tienes más que decírselo al Conde! Él está convencido de que las flechas que encontró en nuestra cabaña, una de ellas, fue la que te hirió. ¡Pero nuestras flechas no eran como la que tú describes…! Son flechas adornadas con plumas de ganso sin teñir, no son rojas… Espera, ¿no te habrás confundido? ¿No habrás querido decir, más bien, que las plumas eran rojas porque estaban manchadas con tu sangre?

- ¡No! –dijo, firmemente, Johan- . Las plumas eran rojas de por sí, y estoy segurísimo de ello. De nuevo os lo diré… esa imagen, chicos, es algo que jamás se olvida –sintió un escalofrío al recordarla.

- Entonces, si no lo he entendido mal, la cosa se reduce a encontrar a alguien que posea un halcón y cuyas flechas de caza sean como la que describe Johanot, ¿no es así? –intervino Jacquot- . Si se descubre al verdadero autor del disparo, entonces quedará probado que Gilles es inocente…

- ¡Esa es la idea, pero no va a ser fácil! –contestó Johan, con un suspiro- . En primer lugar, supongo que habrá cientos de cazadores que pongan plumas rojas en sus flechas. En segundo lugar… ¿cómo hacemos para localizar al sujeto en cuestión? ¿Ir por el camino buscando arqueros y pidiendo que nos enseñen las flechas que tienen? ¿Colarnos en sus casas para robarles alguna? En cualquier caso, va a ser como buscar una aguja en un pajar. Y yo ni siquiera puedo levantarme de la cama…

Se volvió a producir un silencio, mientras todos reflexionaban tratando de encontrar la respuesta oportuna a tan ardua cuestión.

- A todo esto, P’tit Gilles, ¿de dónde salieron vuestras flechas? –preguntó Johan, por decir algo- . ¿Las habeis fabricado vosotros mismos?

- No. Es algo que no puedo contar, porque… -P’tit Gilles se mordió el labio inferior y cerró los ojos, como luchando duramente consigo mismo- . ¡Oh, es igual, de perdidos al río! Supongo que eso importa poco ya. Mi padre ni siquiera sabía que teníamos el arco y las flechas en casa. Yo las puse ahí hace mucho tiempo, detrás de la leñera, sin decirle nada a nadie… ¡Sí, eran mías! Cuando las encontraron los soldados, mis padres casi se mueren del susto. Como cazar está prohibido por la ley, mi padre nunca quiso que tuviéramos un arco en casa, no fuera a ser que levantara alguna sospecha. Pero a mí me gusta mucho practicar… Johanot, tú lo sabes bien, juntos hemos ido muchas veces a recogerles las flechas perdidas a los arqueros del castillo, al campo de tiro, durante sus entrenamientos.

- ¡Sí, lo recuerdo! –sonrió Johan- . A cambio de ese servicio, nos enseñaban a disparar. Así fue como aprendí a manejar el arco… Pero eso no contesta a mi pregunta: ¿de dónde salieron esas flechas?

- Bien, supongo que debo avergonzarme de la respuesta: las hurté –dijo P’tit Gilles, bajando la cabeza para ocultar el rubor.

Nadie dijo nada.

- Fue durante esas visitas al campo de tiro, precisamente –explicó P’tit Gilles- . Me encanta la arquería, y tenía muchas ganas de tener mi propio equipo. Cuando íbamos de un lado a otro buscando las flechas perdidas, de vez en cuando dejaba aposta alguna sin recoger, sobre todo las que habían ido a parar a sitios de difícil acceso, en donde no se las veía… como las copas de los árboles, los sotos y lugares así. Entonces, cuando ya todo el mundo se había marchado, volvía sobre mis pasos y las guardaba para mí… No me quedé muchas, sólo tres o cuatro. ¡Y nunca, jamás, las usé para disparar a las aves ni nada parecido! Sólo para hacer puntería sobre ramas, balas de paja y ese tipo de cosas… En cuanto al arco, ése sí, lo fabriqué yo mismo. Con una vara de avellano y una cuerda rota que iban a tirar los arqueros, y que yo reparé. El brazal… bueno, somos leñadores, lo hice a partir de una muñequera vieja. Y, sí, sé lo que vais a decir ahora –los miró, desafiante- . Que, después de todo, el culpable de lo que le está ocurriendo a mi padre no es Johanot, sino yo mismo… ¡y es cierto que lo soy! ¡Y me maldigo por ello!

- Pero… ¿por qué no les contaste esto mismo a los soldados que se llevaron a tu padre a prisión? –preguntó Johan- . ¡A lo mejor, se hubiera salvado!

- ¡Porque no me dejaron! –exclamó, rabioso, P’tit Gilles- . Yo no estaba presente cuando apareció el arco detrás de la leñera, estaba dentro de casa con mi madre y mis hermanos. El sargento no nos dejaba salir. Fuera sólo estaban ellos, los soldados, con mi padre maniatado. No sé lo que ocurrió ni lo que les dijo él, sólo sé que se lo llevaron. Y, cuando empezaron a correr los rumores, quise acudir al castillo para aclararlo todo, pero mi madre me lo impidió. Me dijo que estaba loco, que me ahorcarían por ladrón y que ella no podía consentirlo, y me encerró en el cobertizo de la leña y no me dejó salir hasta que le hice el juramento que ya conoceis, sobre que no contaría nada a nadie.

En este punto de la conversación, todos estaban muy tensos y algo avergonzados. No cabía duda de que P’tit Gilles había confesado cosas muy deshonrosas sobre sí mismo, pero nadie se sentía tentado a condenarle por ello. Entre aquellas gentes, que carecían de casi todo, no había delito más abominable que el robo, que privaba al poseedor legítimo de los bienes necesarios para la subsistencia. Sin embargo, sobre el hijo del leñador parecían haberse acumulado tantas desgracias juntas que, en lugar del natural desprecio, lo único que eran capaces de sentir Johan y Jacquot era una piedad enorme e incluso cierto deseo de no dejarlo solo en su humillación.

- ¡Bueno, tampoco es tan grave lo de escamotear unas flechas perdidas en el campo! –exclamó Jacquot- . No es como si te colaras en casa de alguien a robarle las joyas, o lo asaltases en el camino para cortarle el cuello y llevarte su bolsa, o…

- ¿Quién no ha cogido algo que no era suyo alguna vez, al fin y al cabo? –dijo Johan- . Yo mismo, alguna vez, cuando trabajaba en las cocinas… Y, sí, no me mires así, Jacquot. ¿O es que te crees que no nos hemos dado cuenta? Tienes la faltriquera llena de lentejas.

- ¡Es que son las más gordas que he visto nunca, y sin bichos, y quería que las probaran en casa! –se excusó el pelirrojo, ruborizándose, ante la risa general- . En fin, no se hable más de ello. Somos todos unos ladronzuelos, y unos canallas, y unos sinvergüenzas, y ya está. ¿Qué hacemos ahora?

Johan llevaba un buen rato mordisqueándose la uña del dedo pulgar.

- Lo que contó P’tit Gilles me ha dado una idea. No es que sea un gran plan, pero no tengo otra cosa y, en fin, por algun sitio hay que empezar. Chicos, sería cuestión de volver a la poza y sus alrededores… que vuelva P’tit Gilles, quiero decir, porque yo no podré aunque bien que me gustaría… y buscar más flechas perdidas en lugares, como él dijo, de difícil acceso. Si andaban cazando por allí, cosa que se deduce por la presencia del halcón, sin duda que habrán disparado más flechas. Si se trataba de un noble, posiblemente llevaría un séquito, iría acompañado de ojeadores, perros, cobradores, batidores, halconeros, arqueros… ¡alguna pista tuvieron que dejar! Con un poco de suerte, encontraremos alguna otra flecha de las que no se recuperan nunca, de las que se pierden. Entonces, hay que traerla y se la enseñamos al Conde, y de alguna manera demostraremos que no fueron las flechas de los Gilles las que me hirieron, sino otras muy distintas. Y, quién sabe, tal vez él sí sepa a quién pertenece esa flecha… ¿Qué os parece? Por mi parte, yo procuraré averiguar quién pudo estar cazando ese día en el bosque. El Conde celebró un banquete con invitados de fuera, justo la noche antes, y tal vez alguno de ellos… ¡No sé! Ya veremos. De momento, todo es una gran incógnita.

Los otros dos asintieron. Es cierto que no tenían muchas esperanzas de encontrar nada, a esas alturas, pero no parecía que pudieran hacer mucho más.

- Me parece bien. Detesto pensar en volver allá, pero voy a emplearme a fondo buscando más flechas. ¡Es mucho lo que me juego! –dijo P’tit Gilles, poniéndose en pie.

- Yo también iré… es decir, si estás de acuerdo. ¡Podría ser de utilidad! –se ofreció Jacquot, imitando el gesto.

- ¡Por supuesto, toda ayuda es poca! –repuso P’tit Gilles.

Johan los vio marchar con cierta envidia. ¡Por fin, algo de acción! Pero él no podría compartirla… Tendría que quedarse allí esperando pacientemente, leyéndose las peripecias de Carlomagno y sus amigos y realizando las pequeñas tareas que le encomendaban sus tíos. Y pensando. Pensando mucho, pensando en todo, tratando de encontrar un sentido a todo aquello, una clave que le permitiera solucionar el enigma de forma concluyente y demostrar, sin lugar a dudas, que De Tréville se equivocaba, y que él tenía razón…

P’tit Gilles y Jacquot salieron de la casa de Gilbert y Blondine, cerrando cuidadosamente la puerta tras ellos.

- Buena partida la de hoy, ¿eh, P’tit Jules? –dijo Jacquot, en voz alta, guiñándole un ojo al otro. P’tit Gilles tardó unos instantes en comprender, pero al cabo lo hizo y le siguió el juego.

- ¡Por supuesto! Os he dejado pelados a los dos, canijos.

Los chicos se fueron entre risitas.

Unos minutos más tarde, el Conde decidió dejarse ver al fin. Había permanecido todo ese tiempo, desde el momento de su propia salida, prudentemente oculto en el rincón entre la pared de adobe de la casa del cocinero y el grueso muro de piedra de las cocinas del castillo. Un lugar muy disimulado y que le había permitido escuchar sin ser visto y enterarse de todo. Las ventanas del chamizo de Gilbert permanecían abiertas para combatir el calor, y los niños, como niños que eran, habían comenzado sus confidencias en muy baja voz, pero enseguida se habían ido emocionando y, a esas alturas, milagro sería que no se hubiesen oído sus voces hasta en lo alto de la torre del homenaje… El Conde esbozó una sonrisa: iba a tener que darle un par de lecciones a Johan también sobre este punto, si es que quería llegar a ser un buen estratega.

Sobre eso y sobre unas cuantas cosas más, se dijo, pensativo, mientras emprendía un paseo con rumbo incierto. Tenía mucho en lo que meditar. Lo que oyera lo había sumido en un estado de perplejidad, pero también de vivo interés… Había ido experimentando una serie de sentimientos contradictorios durante toda la conversación de los chicos, oscilando desde el puro orgullo al ver cómo Johan había sido capaz de lanzarse siguiendo el rastro correcto desde el principio, de atar con tanta rapidez ciertos cabos, de sacar sus conclusiones y de elaborar un plan (un plan que hacía aguas por todas partes, consideraba, pero un plan al fin y al cabo)… hasta la indignación, cuando se había llegado al episodio de los pequeños latrocinios. ¡Caramba, había tenido que contenerse mucho, en ese instante, para no entrar a saco en la casa a calentar unos cuantos traseros, empezando por el de su paje! Pero hasta eso, en aquellos momentos, no le parecía lo más importante.

Lo más importante era que ahora, por primera vez, empezaba a creer realmente en la inocencia del leñador. Posiblemente, si P’tit Gilles le hubiese contado aquellas mismas cosas a él, no se lo habría llegado a creer del todo; habría pensado que se trataba tan sólo de una estratagema para exculpar a su padre y sacarlo así de las mazmorras. Pero la charla de los niños le había parecido bastante veraz. Ellos habían hablado entre sí abierta y honestamente, sin coacciones, con una gran complicidad. Sí; aunque era perro viejo en esas lides y conservaba, en el fondo, un inevitable poso de desconfianza, De Tréville estaba a punto de claudicar, de reconocer que Gilles podía haberle dicho la verdad.

En cuanto al asunto de la flecha… ¿cómo era posible que no se hubiera dado cuenta, que se le escapase a él una pista tan importante? Cuando interrogó a Johan, éste no había mencionado nada sobre el aspecto de la flecha. No era de extrañar, dado que el niño acababa de salir de un sueño de tres días y estaba aún sumamente aturdido y confuso; de hecho, todas sus respuestas habían resultado bastante vagas. Y, al encontrar las flechas en la cabaña de Gilles… todo el mundo había dado por sentado que se trataba, evidentemente, del mismo juego de saetas. ¿Por qué, si no, las iban a tener ocultas tras una leñera? De Tréville se maldijo por no haber sabido tener en cuenta todas las posibilidades y no haber sido capaz de imaginarse otras explicaciones plausibles. “¡Me merezco unas cuantas penalizaciones, que me daría yo mismo!”, se censuró, propinándose un papirotazo en la sien. “Debí haber hecho más preguntas, recabar más pistas e interrogar absolutamente a todos los testigos. Pero, sobre todo, no tenía que haberme precipitado tanto... Total, ¡he llegado a ver tres damiselas en una cama en donde sólo había dos!”

Sus pasos lo habían llevado, casi sin darse cuenta, a la puerta del pasadizo que descendía a las mazmorras. Bajó sin detenerse y solicitó al carcelero que le franqueara el paso al calabozo de Gilles y los dejara solos. Por supuesto, tenía que cerciorarse; y lo haría echando mano de la nueva baza con la que contaba… el testimonio del hijo. Que él pensaba manipular un poco, claro, a fin de llevarse al padre a su terreno tal y como precisaba.

- ¿Gilles?

- Mi Señor Conde… ¡vos, aquí! –exclamó el prisionero, levantándose rápidamente y echándose de hinojos en el suelo.

- Leñador, tengo que hacerte unas cuantas preguntas más. Y, esta vez, te recomiendo que no me ocultes nada… ¡Te prevengo: ya sé de antemano algunas cosas que antes no sabía! Tu hijo mayor, ése al que llaman P´tit Gilles, ha venido al castillo y ha confesado unas cuantas verdades… -vio la expresión demudada en el rostro de Gilles, y cómo éste se cubría el rostro con las manos. Decidió, entonces, soltar un pequeño embuste- . También tengo que darte una buena noticia: hemos encontrado por fin la flecha que hirió a mi paje Johan, y no se parece en nada a las que hallamos en tu casa.

- ¿Qué le ha pasado a mi hijo? ¿Está bien? ¿Lo habeis encarcelado? ¡Por favor, no le hagais ningún daño! –era lo único que era capaz de repetir el pobre hombre.

- No tengas miedo por él, está en libertad. Se ha conducido correctamente y me ha prestado un buen servicio, es todo lo que necesitas saber por ahora. Y bien, ¡quiero oir de nuevo, de tus labios, la historia completa! Insisto, piensa muy detenidamente lo que me vas a decir, porque ya conozco la verdad y enseguida sabré si me estás mintiendo…

Y Gilles habló. Habló muerto de miedo, contando y corroborando punto por punto todo lo que antes había confesado su hijo: cómo habían ido ambos al bosque a buscar leña, y cómo P’tit Gilles había oído los gritos de Johan… En fin, permanecieron ambos allí un buen rato, y el Conde asentía a todo lo que el leñador relataba porque ahora sabía que no le estaba ocultando nada, por miedo, si lo hacía, a perjudicar a su hijo. Lo único que no era capaz de explicarse Gilles, aún, era la procedencia de ese misterioso juego de arco y flechas que habían encontrado en su casa… El Conde nada dijo. Le correspondía a P’tit Gilles, pensó, el confesarle al fin la verdad a su padre… cuando se volvieran a encontrar. Porque volverían a verse, claro que sí, pero no ese día. El Conde iba maquinando su propio plan, que no tardaría en poner en marcha. De momento, ya más conforme, contrastadas las dos versiones de la historia y viendo que casaban a la perfección, se dio por satisfecho. Se levantó para marcharse, asegurándole al leñador que, de revelarse como verdaderos los testimonios de los dos Gilles, padre e hijo, en el juicio que aún se habría de celebrar, no saldría del todo mal parado. Seguía encontrándolo culpable, eso sí, del delito de haber retenido a Johan oculto en su casa, sin dar aviso a nadie, durante dos días… Dicho esto se fue, y dejó al pobre Gilles, si bien no del todo tranquilo, mucho más reconfortado.

Lo siguiente que hizo el Conde fue mandar ensillar su caballo para dirigirse a la yeguada. Procedía así siempre que necesitaba pensar a fondo en algún asunto… y cierto era que había algo más sobre lo que tenía que reflexionar. ¿Qué iba a hacer… con Johan? ¿Lo dejaba actuar sin más, apurando su estratagema hasta las últimas consecuencias, pero sin intervenir? Bien sabía De Tréville que el rastreo que el niño había propuesto, en busca de más flechas, no daría fruto alguno. Sí, pues sus monteros habían peinado la zona en los días posteriores a la desaparición de Johan sin encontrar la menor pista de nada y, mucho menos, flechas. ¿Le cortaba las alas, haciéndole saber que había sido testigo de toda la escenita en casa de Gilbert, y manifestándole de paso lo poco que le gustaba que sus pajes fueran conspirando a sus espaldas? O bien… ¿le echaba una mano? De Tréville sintió un cosquilleo familiar en las yemas de los dedos. Sí, de alguna manera, él quería intervenir… La situación era demasiado sabrosa como para perdérsela. ¡Decidido! Le echaría una mano, eso sí, permaneciendo él mismo en la sombra… La cuestión era el “cómo”. ¿Qué podía hacer él, Tremaine de Tréville, para ayudar a los chicos a dar el siguiente paso?

El Conde dio rienda suelta a su corcel, que enfiló hacia los pabellones de inmediato. Algunos mozos de cuadra se inclinaron al verlo llegar, otro fue a sostenerle las riendas mientras descabalgaba. Una figura familiar le salió al paso, procedente de los establos de las yeguas. Era Robert.

Robert… con un aspecto bastante distinto al que solía lucir de forma habitual. En lugar de sus finas medias, su capa y sus jubones de vistosos colores, ahora vestía un sobrio sayal de estameña, muy sucio y gastado, y unos calzones corrientes. Calzaba unos zuecos de faenar, manchados de barro y bosta de caballo, y hasta en el pelo veíansele pegotes y briznas de paja. Llevaba una horca en la mano. Se alegró sobremanera al ver llegar a De Tréville, y acudió a recibirlo mientras se secaba el sudor con la manga.

- ¡Messire de Tréville! –exclamó, arrojando la horca a un lado- . ¿Puedo volver ya al castillo?

El Conde sonrió al ver su estado de ansiedad. Internamente se dijo que sí, que parecía que ya había tenido bastante, pero decidió prolongar su castigo un poco más.

- ¡Sólo han pasado unos días, Robert! No es a eso a lo que vengo.

- ¡Oh…! –exclamó, decepcionado, el muchacho- . Ya veo. Bien, yo sólo digo que creo que podría ser mucho más útil a vuestro lado. Soy un escudero, no un mozo de cuadras, y además ya os he jurado y rejurado que no volverá a ocurrir, y…

- ¡De eso, estoy más que seguro! –repuso De Tréville con sorna- . Bueno, tal vez tengas razón. De hecho, tengo para ti una pequeña tarea… pero antes, dime: ¿ya te has enterado, por fin, de lo que es un mamporrero?

- ¡A la fuerza! –exclamó Robert, desviando la mirada.

- Y… ¿te ha hecho muy feliz la experiencia?

- ¡Fue… asqueroso! –gimió Robert. El Conde rió de buena gana.

- Vale, entonces consideremos concluído el destierro. ¡Puedes volver! Eso sí, recuérdalo bien: no me opongo, ni mucho menos, a que tengas tus aventurillas, de sobra sabes que no. Pero la próxima vez que te apetezca mojar el churro, zagal, te buscas un cobertizo discreto o te vas al bosque o te pagas una habitación en el albergue con todos esos escudos que sacas del fondo de la charca… ¡En mis aposentos, y mucho menos en mi cama, eso sí que no! ¡Hasta ahí podíamos llegar! –De Tréville se apiadó del rostro tan contrito y abochornado que tenía delante, y decidió soltar la presa- . En fin, vamos a darlo ya por zanjado. Pasemos a otra cosa: ¡Robert, necesito que me organices un evento!

- ¿Un evento…? ¿Qué tipo de evento?

- Un torneo de arqueros. Y, junto con eso, una cacería… que ha de coincidir con la asamblea de los barones del mes que viene. Ya sabes, reúnete con Messire Stephane y acordais los detalles: la fecha, los premios, preparar la liza, enviar correos, disponer las habitaciones de los huéspedes… ¡En fin, todo lo engorroso! Que haya una jornada de cetrería, eso es muy importante. Hay que convocar a todos los barones y los señores vecinos y… ¿recuerdas la fiesta que celebramos hace cosa de semana y media? Pues quiero que se invite también a todo aquel que estuvo en ella. Menos al Barón de Troyes, que ya no me habla, pero me da igual porque sé de buena tinta que sus flechas son amarillas y negras y estoy casi seguro de que no tiene halcones. ¡Y ahora, pon manos a la obra y lúcete, chaval!

De Tréville tornó a montar en su caballo y volvió grupas para dirigirse a los cercados, mientras Robert, que había ido escuchando sus palabras con una expresión cada vez más desconcertada, tomaba nota mental de todo y se prometía a sí mismo hacer un buen trabajo. Tenía que hacer que se olvidara su pequeña caída en desgracia, si quería recuperar la confianza de su mentor y avanzar un paso más en la carrera hacia su investidura… ¡que, al fin y al cabo, era lo único que le importaba!

Mientras volvía al castillo, Robert no pudo menos que sentirse un poco desanimado con todo lo que le estaba ocurriendo. Limpiar cuadras… organizar un torneo de arquería… ¡buf! ¿Qué se había creído De Tréville? Él estaba allí para aprender a guerrear y tener la opción de convertirse, un día, en caballero. Cierto es que el Conde era uno de los mejores luchadores del país, y que sus lecciones sobre el manejo de las armas y otras artes bélicas sólo podían calificarse de irreprochables. Pero en cuanto a acción, a auténtica acción… ¡aquello estaba resultando sumamente decepcionante!

Cuando Robert era un paje, De Tréville apenas paraba en el castillo. En aquella época el Conde acababa de ser armado caballero y anhelaba probarse, y por ello se embarcaba de continuo en todo tipo de misiones, batallas y aventuras. Cédric, su escudero por aquel entonces, había tenido ocasión de acompañarlo en esos lances. Habían llegado a luchar juntos en una Cruzada… ¡Cómo le habría gustado a él, a Robert, hacer otro tanto! Incluso dándose el hecho de que, a su regreso de Tierra Santa, el Conde parecía totalmente cambiado. Había vuelto enfermo y, tras una etapa de larga convalecencia, su vida había dado un giro radical. Ya no tomaba las armas salvo para participar en torneos, o cuando debía prestar algún servicio especial al Rey o defender alguna causa inevitable. Se entrenaba a diario y seguía siendo un magnífico luchador, pero Robert notaba que había perdido un poco, por así decirlo, el entusiasmo. Sí, De Tréville se había vuelto, decididamente, un hombre casero y pacífico, que prefería quedarse en su castillo cuidando de sus yeguas y celebrando fiestas. Y eso no le convenía a él, Robert, en modo alguno. No, ¡de ninguna manera…!

Ahora tenía dieciséis años y podía contar con los dedos de una mano los méritos que había hecho al lado de su mentor. Méritos reales, de los que se realizan en campaña; nada de limpiar armaduras o llevar mensajitos. Éstas eran cosas, al fin y al cabo, que podía hacer cualquier secretario o cualquier paje… Suspiró. ¿Qué hazañas podría contarle a su padre cuando volviera a reunirse con él, dentro de unos años? ¿Qué le contestaría al Rey cuando, en el acto solemne de su investidura como caballero, le preguntase si se había ganado en buena lid sus espuelas de oro…?

No, se dijo; ciertamente que no había tenido nada de buena suerte. Pero ahora ya era demasiado tarde, de nada le servía mirar atrás… Todo lo contrario, sólo le quedaba apurar el paso y avanzar hacia delante. Estaba visto: los méritos que no consiguiera realizar de la mano de De Tréville, los tendría que cosechar él mismo, por su propia cuenta.

…………….

(CONTINUARÁ)
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Ultima edición por Pirluit el 22/03/2018 01:43, editado 2 veces
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Pirluit
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MensajePublicado: 30/01/2018 21:01    Asunto: Fanfic Johanot "Los dos Gilles", 4 Responder citando

Pasaron los días. Robert había trabajado de firme y, para cuando Johan estuvo en condiciones de abandonar el lecho y volver a hacer vida normal, el torneo de arquería estaba a punto de tener lugar.

Cerca del castillo había una explanada ideal para celebrar combates, en torno a la cual se habían levantado una serie de tribunas para poder disfrutar del espectáculo. En el centro, en el espacio dedicado a liza, se habían colocado las dianas, justo al lado de la carpa de los árbitros y jueces.

Cuando Johan regresó a las cámaras altas se encontró en ellas una actividad febril. Los barones estaban congregándose en el castillo, con vistas tanto a celebrar su asamblea como a participar en los divertimentos ofrecidos por el Conde. En ningún momento sospechó el niño que tales actos estaban relacionados con sus propias pesquisas, pues De Tréville solía organizarlos con bastante frecuencia. En cuanto al estado de dichas pesquisas… bien, el resultado estaba siendo bastante descorazonador: P’tit Gilles y Jacquot no habían sido capaces de encontrar nada en absoluto, registrando el bosque. Le quedaba a él, pues, la opción de tratar de convencer al Conde para que creyera en su palabra, y en la palabra de Gilles, y aceptara la idea de que la flecha disparada contra él no era en modo alguno hermana de las que habían encontrado ocultas en la cabaña del leñador… Johan no tardó mucho en volver a la carga. En cuanto tuvo ocasión, dejó caer el asunto. Fue aquella misma mañana, en el Gran Salón, en donde había entrado a tiempo para encontrarse con De Tréville, que hojeaba unos pergaminos junto a la ventana.

- ¡Cuánto me alegro de verte en activo de nuevo, muchacho! –exclamó el Conde, aunque absteniéndose en esta ocasión de darle palmaditas en la espalda- . El físico me ha dicho que puedes considerarte curado, aunque no te conviene hacer grandes esfuerzos ni, por supuesto, volver a entrenar de inmediato. Así que permanecerás a mi lado para hacer recados sencillos. Me has de ser de gran ayuda en estos días, pues como ves hay mucho jaleo por aquí: casi todos los barones han llegado ya. ¿Te has enterado de que tendremos un concurso de arquería y una jornada de caza?

- ¡A vuestra disposición, como siempre! –saludó el niño, recogiendo uno de los rollos del suelo- . Yo también me alegro mucho de veros. Sí, ya he visto los preparativos. Todo el mundo lo pasará muy bien, estoy seguro… -hizo una pequeña pausa antes de seguir- . Messire, me gustaría preguntaros algo.

- ¿Sí, Johan? –De Tréville llevaba días esperando aquel interrogatorio, pero supo disimular.

- Vos sois un excelente cazador, y muy buen arquero. Me gustaría que me aclaráseis la siguiente duda: he estado pensando mucho en lo del flechazo que me dieron…

- Ajá.

- Robert dijo que seguramente vieron agitarse el matorral en donde yo estaba, y que me confundieron con un conejo, y que por eso dispararon. Pero para eso tendrían que haber estado cerca del arbusto, ¿no? Y, sin embargo, el impacto fue bastante flojo. Ya me lo comentó el físico: un flechazo normal, realizado desde un punto cercano, debería de haberme traspasado completamente el costado. Me hubiera matado al momento, vamos. Lo cual me hace pensar… ¿no es más lógico creer que el disparo fue hecho desde muy lejos? ¿Que la flecha ya había perdido bastante fuerza cuando llegó hasta mí?

- ¡Lo es, ciertamente! –dijo el Conde, acariciándose pensativo la barbilla- . La verdad es que no había reparado en ello. Pero, desde muy lejos, tampoco podrían haberte visto…

- Yo creo que el flechazo fue fortuito –dijo Johan, asomándose a la ventana y apoyando el mentón sobre los brazos cruzados- . Después de pensarlo mucho, y os aseguro que he tenido tiempo para ello, creo que la flecha venía desde lejos, tal vez lanzada para que le diera a otro blanco que no era yo ni el matorral en donde yo estaba. Me dio por casualidad, por una maldita casualidad. No es la primera vez que he visto algo así… en el campo de tiro, por ejemplo. Una vez, Guy ensartó un pobre estornino que volaba por allí, mientras apuntaba a una diana de paja. Y otra vez…

- Johan, ¿a dónde quieres ir a parar? –le cortó el Conde- . Para mí, no tiene mucha importancia si te dispararon a conciencia, si querían matarte, si te confundieron con un conejo o si todo fue, como tú dices, sólo una maldita casualidad. Para mí, lo grave es que haya gente disparando en mis bosques de forma incontrolada, al margen de que hayan abatido alguna presa o no. De eso es de lo que vamos a hablar en el juicio menor que se avecina…

- Yo estaré en él, ¿verdad, Messire?

- ¿Tú? No lo sé. ¿Quieres presenciarlo? Había pensado llevar a Marcel, para darte un reposo. Son sesiones muy largas y pesadas, y…

- ¡Pero Messire! –protestó Johan- . Yo debo estar, tengo que estar. Soy la víctima del delito. ¿No tiene derecho la víctima a estar allí para hacerse oír?

- Sí, claro, aunque en este caso… -objetó De Tréville- . No lo creo necesario. Todos saben bien lo que te ocurrió, y… ¡Bueno, eres un niño! Los niños no suelen intervenir, son sus padres o sus tutores los que hablan por ellos. Estando yo, no tienes por qué comparecer. Pero, en fin, si te empeñas…

- Sí que me gustaría acudir, y también me interesa contar un par de cosas –dijo Johan- . Y quiero que se lleven a la sala de audiencias las flechas que encontraron en casa del leñador.

“¡Ah, ya sé lo que intenta!”, pensó De Tréville, sonriendo para sí. “Quiere testificar, atestiguar que la flecha con penacho rojo no era la misma que las que tenía Gilles en su casa. Bien, es poco ingenioso, pero es una solución. Otra cosa es que se acepte así como así su testimonio…”

- Creo que había tres personas –dijo Johan, de súbito.

- ¿Qué?

- Creo, después de haber pensado mucho en ello, que no había una sola persona en el bosque –entrecerró los ojos, volviendo a asomarse a la ventana- . Vereis, al principio yo me imaginaba que la cosa había sido como sigue: un cazador furtivo ve agitarse el matorral, dispara, me hiere, me encuentra al ir a cobrar la presa, se arrepiente, me lleva a su casa y me cura, y eso daría como resultado que el culpable es Gilles, ¿no?

- A primera vista, así es.

- Pero Gilles dice que él sólo me ha encontrado herido y me ha llevado a su casa para curarme, y yo lo creo. Es más, la flecha ha desaparecido en el ínterin, y…

- ¡Espera, Johan, no vayas tan deprisa! Esa es sólo la versión de Gilles.

- Messire, tengo que contaros una cosa –dijo Johan, bajando la mirada- . Yo me reuní en secreto con el hijo de Gilles cuando estaba en casa de mis tíos, y él me reveló algunos detalles importantes. El más decisivo de ellos fue la descripción de sus flechas. No corresponde con la que yo tuve ocasión de ver, clavada en mis espaldas, justo antes de desmayarme. Así que, en base a eso… sí, creo en la versión del leñador. Según ésta, parece que hay dos personas en la escena, una la que me dispara y me quita la flecha, y otra la que me encuentra y me lleva a su casa, que es Gilles sin ninguna duda.

“¡Vaya, por lo menos me confiesa su pequeña trapacería!”, se dijo el Conde.

- Ahora, y cada vez estoy más convencido de ello, veo a tres personas actuando. La primera está lejos, dispara la flecha a otro blanco, la flecha se desvía, se pierde y me da a mí por casualidad. La segunda está cerca, me encuentra herido, me quita la flecha y se va. Ignoro el motivo. Y la tercera… es Gilles, que, como antes dije, me encuentra ya casi muerto, me cura, me cuida durante dos días y luego me devuelve al castillo.

- ¡Qué tontería! ¡Eso es descabellado! Factible veo que un cazador dispare a una presa y, errando el tiro, le dé a un niño por azar. También veo muy posible que Gilles, habiéndote encontrado en esa situación, te llevara para cuidarte, aunque su obligación hubiese sido devolverte a casa de inmediato. Pero… ¿qué puede mover a alguien a encontrar a un chico grave y dejarlo morir, limitándose a retirar la flecha asesina de su cuerpo?

- No lo sé, como ya dije –Johan se encogió de hombros- . Tal vez me conocía y, por algún motivo, estaba enemistado conmigo y quiso hacerme esa faena. Tal vez tenía miedo de que reconociésemos la flecha… Tal vez fue pura maldad, ganas de hacer daño. En cualquier caso, no lo sé y no creo que pueda averiguarlo… a menos que capturemos al tipo en cuestión.

De Tréville miraba al niño, que hacía sus cavilaciones. Por un momento pensó que… ¿no había estado aquella tarde Robert por la misma zona? Pero no, no podía ser, tal cosa no era posible. Robert no tragaba a Johan y no perdía ocasión de hacérselo saber, a él y a todo el que se pusiese a tiro. Pero de ahí a…

- Messire De Tréville, ¿alguno de los invitados a vuestra última fiesta tenía consigo un halcón? –volvió a preguntar Johan- . Y, si fue así, ¿sabeis si sus flechas de caza tenían plumas rojas?

El Conde sonrió para sí y fingió hacer memoria. Tenía su respuesta preparada desde hacía tiempo.

- Pues no caigo ahora mismo, muchacho. ¿Cómo quieres que me acuerde del color de las flechas de todos y cada uno de las señores a los que conozco? Y en cuanto a los halcones… sí, sé que alguno lo trajo consigo. Recuerdo haber visto dos o tres, en sus perchas, durante el banquete. Los hay que no pueden separarse ni un instante de sus animalitos… -suspiró- . ¿Por qué no le preguntas al halconero, más bien? Él debe de saberlo.

- ¡Es cierto! –los ojos de Johan brillaron- . También podría recordar, espero, si alguno de ellos fue llevado a cazar al día siguiente… Porque vuestros invitados tienen permiso para cazar aquí, ¿verdad, Messire?

- ¡Nunca se lo negaría si me lo pidieran! Aunque no recuerdo que, en esta ocasión, me solicitase nadie nada por el estilo. No sería la primera vez que se hace a mis espaldas… -una sonrisa sardónica- . Si cojo a alguien cazando sin permiso, le espera una buena multa o un arresto, eso es seguro.

- Si no la muerte en la horca–repuso Johan, ceñudo.

- ¡Ah, no! Esa pena es sólo para los plebeyos.

- ¡No es justo!

- No, no lo es –dijo el Conde, tranquilamente- . Pero así está establecido en nuestros fueros, y así se viene haciendo desde siempre… Es un sistema de lo más riguroso, cierto, pero ha demostrado su eficacia. Y, si algo funciona, ¿por qué cambiarlo? De todas formas, tanto tú como yo sabemos que, pese a todo, los paisanos no dejan de cazar furtivamente en mis bosques.

- ¡Cuestión de necesidad! –masculló Johan, sin ganas de añadir nada más. Era cierto, todo el mundo se había cobrado una pequeña pieza alguna vez, cuando el hambre apretaba. ¿Quién era capaz, en pleno invierno, de ver pasar ante sí un lustroso conejo y no llevárselo a casa para alimentar a sus hijos o calentarlos con su piel? Lo irónico del caso es que los nobles cazaban, las más veces, no por pura necesidad, sino sólo por diversión. Aun así, eran los menos castigados por aquel sistema, tan ancestral como injusto.

- Johan, no me puedo creer que justifiques un delito –añadió el Conde, mirándolo de soslayo- . ¡Alguien tan honesto como tú!

- ¡No justifico nada, Messire! -se defendió el niño, adoptando un aire confuso y sin saber qué más decir.

- Esto nos lleva a una cuestión interesante, ¿no es cierto…? ¿Hasta qué punto es lícito mentir, o incluso robar, en base a la necesidad de uno? ¿Has pensado en eso alguna vez?

¿Que si lo había pensado? ¡Miles de veces! Todo el mundo se lo repetía machaconamente casi desde que nació: mentir y robar, y ese tipo de cosas, no estaba bien. Estaba pero que muy mal, era pecado mortal, y eran actos prohibidos y penalizados por la ley, y conductas que perjudicaban al prójimo y que arruinaban la convivencia. Pero aun así él constataba que, a su alrededor, todo el mundo mentía alguna vez, sí, sí, incluso aquellos que condenaban ese tipo de actuaciones, y también había visto cómo se normalizaban los pequeños robos, sobre todo en las cocinas, en donde menudeaban las sisas a la materia prima. “Total, hay tanto de esto, nadie lo va a notar”, había oido decir una y otra vez. Si incluso la buena tía Blondine lo hacía, él se había dado cuenta: de cada artesa del obrador se reservaba un buen puñado de harina y con ella preparaba tortas o buñuelos, que entregaba a una de sus comadres del pueblo para que los vendiera en el mercado y repartirse luego entre ambas las ganancias. O el tío Gilbert, que a la hora de cenar se traía a casa, con mucho sigilo, fuentes repletas de los más suculentos manjares, manjares que (Johan lo sabía bien) no estaban destinados a los criados, sino a los señores… Claro que lo que el niño ya no sabía era que el cocinero contaba con permiso para ello, aquel permiso que De Tréville le había concedido en secreto el mismo día en que Johanna fue acogida por ellos en su chamizo. Johan había crecido alimentándose con los manjares de esas fuentes, primero con naturalidad, luego sintiendo cierta culpa una vez se dio cuenta que el resto de sus conocidos no comían como él, no habían probado nunca la caza mayor, los guisos especiados o la repostería más fina… ¿Estaba, pues, participando de los frutos de un robo? Le habían prohibido hablar de ello en público, lo que reforzaba aún más su idea de que lo que hacían estaba mal. Sin embargo, era aún un niño, y le costaba mucho aceptar que sus mayores, aquellos que lo habían criado y a quienes él amaba, pudiesen actuar de mala fe. Todo esto lo ponía en un terrible dilema…

- Lo único que sé, Messire, es que no se puede robar nada. Nadie tiene derecho a apropiarse de lo que no es de uno, ¿no es cierto? En cuanto a mentir… Bueno, mi tía dice que hay mentiras piadosas, y que más vale soltar alguna de vez en cuando antes que hacer daño a quien nos oye.

- ¡Bien, veo que lo tienes claro, y me alegro! ¿Sabes, hijo? No hay cosa que a mí me moleste más que enterarme de que me miente alguien en quien yo he depositado toda mi confianza -dijo el Conde, con intención- . Y, en cuanto a los robos…

Johan se sentía muy incómodo con el cariz que estaba tomando aquella conversación. ¿Se habría enterado el Conde de lo de las sisas en la harina, o de que el tío Gilbert se quedaba con parte de su propia cena? ¿Estaba tratando de sonsacarle algo? Su intuición le decía que sí, aunque no en el sentido que él creía.

- ¡Tú, que has vivido mucho tiempo en las cocinas, habrás visto de todo! –añadió el Conde.

- Puede decirse que sí –dijo Johan, encogiendo los hombros.

- Ah, ¿sí? ¿Podrías aclararme, entonces, si hay algo que yo no sepa y que debiera saber?

- Algo como… ¿qué? –preguntó Johan, sudando frío.

- Algo como que… alguien coge algo que no es suyo y se queda con ello. ¡Alguien que a quien podríamos tener muy cerca! -De Tréville se inclinó y lo miró fijamente, exigiendo una respuesta.

Johan se encontró, de nuevo, entre la espada y la pared. ¿Qué hacía? Por un lado, detestaba la idea de mentirle al Conde. Pero, por el otro… Nada más lejos de su intención que delatar a sus tíos, o a cualquiera de los criados a los que había visto hacer mermas o picotear de algún plato que no era para ellos. Recordó a Jacquot escamoteando aquellas lentejas, y le vino la inspiración.

- ¡Oh, sí, Messire! –musitó, barriendo el suelo con la punta del pie y bajando la cabeza- . Tengo que confesarlo. Yo… algunas veces he hurtado fruta de las cocinas.

- ¿Tú? –De Tréville se tapó la boca con la mano, fingiendo un estupor que no sentía.

- ¡Sí, Messire, os pido mil veces perdón! –Johan parecía completamente abochornado.

- Bien, debo decir que la cosa me sorprende. Y bastante. ¡Quién lo iba a decir! ¡Un niño honrado como tú…! –dijo el Conde, cruzándose de brazos y arqueando una ceja. Tenía que hacer enormes esfuerzos para que no se le escapara la risa, pero estimaba que, dado que la educación de Johan estaba ahora mayormente en sus manos, tenía todo el derecho y el deber del mundo de darle esa pequeña lección. Así que mantuvo el semblante serio y la voz firme, como si realmente estuviese indignado por el descubrimiento- . ¿Y a santo de qué tenías que estar robando comida, pequeño tunante? ¿Es que acaso no recibías lo suficiente para mantenerte?

- ¡Claro que sí, Messire, me han dado siempre todo lo necesario! Pero era… para vuestro potro.

- ¿Para Monamí?

- ¡Sí! Cuando iba a visitarlo al cercado le llevaba manzanas, y eso era todos los días, como sabeis. Pero una vez me castigaron a no comerlas en una semana por algo que hice, no lo recuerdo bien, seguramente descuidé un guiso y se quemó, o algo así, y, bueno, yo necesitaba la fruta para el potro, así que la fui cogiendo sin decir nada a nadie y así Monamí no tuvo que pasar sin ella. Y me da mucha vergüenza lo que hice, pero fue por el potro, no por mí. ¡En fin, supongo que merezco alguna penalización a pesar de todo! –soltó Johan, de forma atropellada y sin levantar los ojos del suelo.

- ¡Ciertamente, la mereces! –dijo el Conde, dándose la vuelta para que el niño no lo viera reir y fingiendo estar muy absorto en algo que ocurría fuera de la ventana- . Ya pensaré en eso más adelante. Por lo pronto… quiero que reflexiones sobre lo inadecuado de tu actuación. Se empieza por una manzana, algo aparentemente insignificante, y se termina por… En fin, no tengo que decírtelo: una cosa lleva a la otra, uno se va confiando, le va quitando importancia… ¡No, hijo mío, no es conveniente que te aficiones a eso de robar! Es propio de bandidos y de gente sin escrúpulos, no de alguien como tú. Promete que no volverás a hacer una cosa así, y por esta vez te perdono y quedamos en paz.

- ¡Lo prometo, Messire, no volverá a ocurrir! –exclamó Johan, levantando la mano y felicitándose para sus adentros por el éxito de su pequeña maniobra de despiste. Lo había conseguido, ni había tenido que mentirle al Conde ni, mucho menos, se había visto obligado a acusar a nadie…

Cada uno estaba ahora íntimamente satisfecho, convencidos ambos de haberle tomado un poco el pelo al otro, y Johan consideró que había llegado el momento de retomar el asunto que verdaderamente le interesaba.

- Decidme, Messire, ¿vais a tomar parte vos en el torneo de arquería?

- ¡Oh, por supuesto! Ya que me toca costear todo el tinglado, creo tener derecho a divertirme también un poco en él, no sólo sentarme a mirar, ¿no te parece? –repuso De Tréville, volviendo a abrir uno de los pergaminos.

- ¡Qué bien! ¡Será estupendo! Seguro que ganais el primer premio. Y… ¿puedo bajar yo con vos a la liza, a haceros de asistente? Podría sostener la aljaba, tenderos las flechas…

- ¡No veo por qué no!

- También conozco a un par de niños, amigos míos, a los que podemos llamar para que se encarguen de recoger flechas después de la competición –se aventuró a solicitar Johan, cruzando los dedos mentalmente.

“¡Claro! El leñadorcito y el pelirrojo robalentejas”, pensó el Conde con una sonrisa sardónica. “Ya tardaba en hacerlos entrar en escena…”

- Eso me parece muy bien, Johan –se limitó a contestar De Tréville, sin levantar la vista del pergamino- . Haz lo que creas más conveniente.

- Además, teniendo en cuenta que habrá una cacería, también podríamos contar con ellos… ¿Me permitís asistir? Creo que ya estoy en condiciones de montar a caballo, ¿no? O bien iré a pie, para sostener las riendas de las damas y todo eso. ¿Qué piezas se cobrarán? Porque es una cacería con halcones, ¿no? –Johan se estaba entusiasmando, ante la cantidad de posibilidades que veía de infiltrarse entre los convocados a fin de hacer sus indagaciones. El Conde cerró los ojos y dejó escapar un gemido, pinzándose el puente de la nariz con dos dedos.

- ¡Ah, no, muchacho, esto ya es demasiado! –exclamó- . ¿Por qué no te limitas a descansar y recuperarte, ahora que tienes oportunidad? ¡Por el amor de Dios! Divaga, haraganea, persigue gatos, vete al campo a corretear y a tirarles piedras a los árboles, coge fruta de algún huerto… Bueno, no, mejor no, no es para nada una buena idea esto último que he dicho. ¡Anda, déjame un rato tranquilo y vete a jugar!

- Pero Messire… -objetó Johan, de lo más perplejo por la salida del Conde.“Vete a jugar” no era una frase que un niño como él pudiera oir muy a menudo, más bien todo lo contrario.

- Sí, con los huesos esos de pollo con los que, al parecer, te diviertes tanto últimamente.

- ¿Las tabas? No son huesos de pollo, son de las patas traseras del cordero. Y yo no me divierto tanto con ese juego. ¡Es para críos! –repuso Johan, algo picado- . Y sólo los mocosos se divierten jugando con patas de pollo, y, además, si propuse lo de la partida de tabas fue sólo para poder hablar con P’tit Gilles, y…

- ¡Bueno, bueno, lo que sea! –atajó De Tréville.

- ¿Es posible que no hayais jugado nunca a las tabas, Messire? –preguntó Johan, algo sorprendido ante la idea.

- Pues no. Conozco el ajedrez, el tric-trac, las tablas y ese tipo de cosas, pero nunca he jugado con tabas. Eso… ya te lo imaginas, no era para niños de mi condición. ¿De qué se trata? ¿Es algo así como los dados?

- No, no son un juego de azar, sino de habilidad. ¿Quereis que os enseñe?

Un rato después, Marcel entraba en el Gran Salón a tiempo para presenciar un espectáculo inusitado, el que ofrecían el Conde de Tréville y Johan tirados por el suelo, rodeados de huesecillos, en medio de una reñida competición. Johan tenía que hacer grandes esfuerzos para no estallar en carcajadas ante los apuros de De Tréville, que, a todas luces, llevaba las de perder a pesar de su pericia en tantas otras artes. El Conde obligó a Marcel a participar, insistiendo en que aquel ejercicio podía mejorar su rapidez de reflejos y su precisión, y el paje rubio tuvo que vencer sus reservas ante aquel juego más propio de plebeyos que de señores y sentarse con ellos a recoger tabas del suelo a velocidad de vértigo. Como siempre, el Conde veía oportunidades de superación en cualquier actividad, por simple o prosaica que ésta fuera.

………………

La mañana de la competición de arquería amaneció luminosa y despejada. Desde muy temprano, los curiosos empezaron a congregarse en torno a la liza, arremolinándose y discutiendo entre sí por los mejores puestos. Todos querían presenciar el espectáculo sin perderse nada… Las tribunas y los puestos de honor bajo carpas, sin embargo, permanecieron desiertos hasta última hora. Sus ocupantes podían permitirse el lujo de demorarse lo que quisieran antes de bajar a sus asientos, ya que cada uno tenía el suyo asignado y no tenía que disputar por él.

Hacía tres días que Johan había mantenido la referida conversación con De Tréville, y en todo ese tiempo el niño había estado de lo más ocupado: el Conde le había encomendado la recepción y el acomodo de los invitados más importantes, que iban llegando sin pausa, como los cuervos cuando se ciernen sobre la cosecha recién sembrada… Johan ya conocía a algunos de ellos, y tuvo la ocasión de aprenderse los nombres y las enseñas de muchos más. Entretanto, Marcel había sido encargado de atender en el patio de armas.

No todos los que llegaban tenían cabida en el castillo… Los señores más principales eran acogidos en él con todos los honores, se les proporcionaba un aposento digno y recibían, ellos y su escolta, lo necesario para estar cómodos. Otros tenían que conformarse con el primer rinconcito que pillaran en los lugares comunes para aparcar su carro o tender su jergón, y muchos otros más se veían obligados a permanecer puertas afuera, sin franquear las murallas. En torno a la explanada se habían levantado un buen número de tiendas de campaña, con toldos multicolores, que habían atraído también a todo un enjambre de profesionales que pensaban sacar tajada del evento: mercaderes de los más diversos productos, vendedores ambulantes de fruta, pasteles, salchichas y otras delicias, recaderos, sastres, juglares, escribanos, armeros y fabricantes de flechas, herreros, guardaespaldas a sueldo, prostitutas…

El Conde se paseaba entre sus invitados como un pavo real ante su harén, disfrutando del ambiente y empleando a fondo sus encantos y su labia con todo el mundo. Robert le iba a la zaga, permanentemente consagrado ahora a su servicio personal, y Messire Stephane hacía las funciones del mejor de los mayordomos, velando por que todo estuviese en orden y resolviendo con eficacia las mil y una pequeñas incidencias que se iban produciendo, una tras otra, tal y como suele ocurrir en cualquier evento de ese calibre.

La competición había sido programada para la media mañana, ya que tendría lugar al aire libre y era necesario proteger a los contendientes del fuerte sol que en verano golpeaba a partir del mediodía. Puesto que De Tréville bajaría a la liza como participante, acompañado por Johan, el puesto de honor en la tribuna principal fue ocupado por su madre, que dio la señal para que comenzara el concurso agitando su pañuelo.

Realizados los sorteos, se formaron las tandas de concursantes, y Johan supo que el Conde participaría en el tercer turno. Era un sistema eliminatorio, con el objetivo de ir reduciendo el número de participantes hasta quedar sólo una última tanda de seis, que se disputarían por puntos los tres premios. Johan aprovechó el tiempo de espera para dar una vuelta por la liza, tomando nota mental del equipamiento de cada uno de los contendientes, y al cabo se acercó al extremo más apartado, en donde sabía que le esperaban Jacquot y P’tit Gilles, que ya estaban al corriente de toda la maniobra. Éstos lo vieron llegar y tuvieron que contener la risa.

- ¡Sí! –dijo Johan, con gesto amargo- . Hoy es un gran día, y la Señora Condesa quiere lucirse en todos los ámbitos. Así que anoche me pusieron DOS rulos sobre cada oreja en lugar de uno solo. Y eso sin mencionar lo que me han hecho con el flequillo… ¡Podeis reír si quereis! Yo no me he visto, ni falta que me hace, pero Robert y Marcel llevan descojonándose a cuenta mía desde el amanecer.

- ¡Qué va, hombre, si no está tan mal! –bufó Jacquot, conciliador. P’tit Gilles ni siquiera pudo abrir la boca- . ¿Qué has sacado en claro hasta ahora?

- Bueno, hay bastantes aljabas que contienen flechas con el penacho de color rojo, pero sólo una pequeña parte de ellas tiene las tres hileras de plumas tal y como yo las vi. Nuestro sospechoso, si es que está por aquí, es uno de entre siete… Escuchad, teneis que pasearos con alguna excusa por donde están las tiendas. ¡Hay que localizar los halcones! Cuando encontreis alguna tienda en donde haya un halcón, dentro o fuera, memorizais el escudo de armas que campea a la entrada y me lo describís en seguida. Yo ya tengo controlados a los señores que trajeron halcones y que se alojan en el castillo… De éstos, sólo dos llevan flechas con plumas rojas: el Caballero Bellevie y el Barón de Brusy… Si vosotros no localizais a ninguno más en el real, pienso investigar a esos dos.

- ¡Sigo pensando que esto es como buscar una aguja en un pajar! –dijo Jacquot, frunciendo el ceño.

- Con mi suerte –intervino P’tit Gilles, sombrío- , me sentaré en el pajar y me clavaré la aguja.

- ¡Tenemos que seguir con el plan, no hay que desanimarse! –repuso Johan- . No hemos llegado hasta aquí para tirar la toalla a última hora… Chicos, debo marcharme. El Conde cree que estoy aliviando alguna necesidad perentoria, pero no puedo demorarme más. Pronto le llegará el momento de disparar, y he de estar a su lado para entonces.

Johan volvió corriendo junto a De Tréville sin reparar en que, desde su puesto en la tribuna de honor junto a la Condesa Madre, Robert había presenciado toda la escena. El escudero arqueó una ceja. ¿A santo de qué abandonaba Johan el servicio que estaba prestando para mantener una misteriosa conversación con aquellos dos rapazuelos? ¿Por qué se dirigían ahora ambos, con paso decidido, hacia el real…? Allí había gato encerrado, se dijo, y él se encargaría de poner un poco de orden. Así que bajó a su vez a la liza y se dirigió al lugar en donde el Conde, aparentemente ajeno a todo lo que no fuese el transcurrir del concurso, esperaba su turno, jugueteando con la cuerda de su arco.

- ¡Que los competidores de la tercera tanda ocupen sus puestos! –gritó el juez del concurso.

De Tréville se levantó, junto a sus compañeros, en el mismo momento que un jadeante Johan llegaba a su altura justo a tiempo para hacerse cargo de la aljaba.

- Espero que no te haya sentado mal nada, muchacho –le dijo el Conde, con una sonrisa amable.

- ¡En absoluto, Messire! Estoy perfectamente –Johan se secó el sudor y le ayudó a atarse las muñequeras. Ambos avanzaron hasta la línea de tiro, el paje unos pasos por detrás del caballero, en el mismo momento en que un chasqueado Robert llegaba a la zona de espera.

- ¡A la señal! –volvió a gritar el juez. Johan pasó a De Tréville una de las flechas, y éste la colocó entre sus dedos y tensó el arco. Sería el primero de tres disparos consecutivos… En ese momento, Johan vio algo que llamó su atención.

La joven Marianne estaba detrás del cercado de la liza, apoyada sobre el travesaño superior. Johan la reconoció enseguida, aunque se encontraba bastante lejos, por su melena castaña de aspecto plumoso y el verde traje de gala. No había vuelto a pensar en ella desde aquel breve encuentro en la recámara del Conde, pero…

De pronto, tuvo una corazonada. ¿Y si ella pudiese arrojar algo más de luz sobre aquel asunto? Marianne había acudido a la fiesta la noche previa al ataque del que él había sido objeto, se había codeado con los invitados que allí estaban, había probablemente charlado, bebido y bailado con casi todos ellos… ¿Tendría conocimiento de las intenciones de alguno de ellos de partir de cacería al día siguiente? Era una posibilidad muy remota, cierto, pero no había nada que perder.

Olvidándose de todo lo demás (“¡Sólo será un momentito!”), Johan dejó caer la aljaba y salió corriendo hacia la muchacha, que en ese momento apoyaba el mentón sobre sus manos con actitud pensativa. Robert, que lo vio, se lanzó en su persecución… En ese momento, el juez dio la señal. Zumbaron las flechas en el aire, el público rugió emocionado, levantándose de sus asientos, y Robert rugió también, pero no de entusiasmo, sino de dolor. ¡Llevaba una de las flechas clavada en el trasero!

- ¡Uuups! –exclamó el Conde, bajando su arco.

- Messire De Tréville… ¡Des… desculi… descalificado! –anunció el juez del concurso, con voz insegura.

De Tréville se encogió de hombros, levantó él mismo su aljaba y abandonó la liza. Estaba contrariado por haber tenido que renunciar a la diversión tan pronto, pero esperaba que, por lo menos, su pequeño sacrificio le hubiese brindado a Johan la oportunidad de ir un poco más allá en su cruzada particular.

Éste, ignorante de todo lo que estaba ocurriendo a sus espaldas, había llegado al fin a la altura de Marianne, que presenciaba la escena con gesto de contrariedad.

- ¡Oh, Johanot, pobre Señor Conde! –exclamó, con acento sinceramente dolido. Johan se volvió, apretándose el costado, y sólo pudo ver a Robert, que en ese momento era auxiliado por un par de asistentes, aullando mientras le sacaban la flecha y soltando todo tipo de improperios.

- ¿Qué ha pasado?

- Acaban de eliminarlo de la competición. Al parecer, su flecha le dio a ese pobre chico por error.

- ¡Caramba! ¡Cuánto lo siento! –Johan intentó no parecer demasiado regocijado por el espectáculo- . Me parece que todo esto es culpa mía. ¡No debí salir corriendo!

- ¡Tampoco él debió entrar de esa forma en la liza! –exclamó Marianne, indignada- . Ahora, por su causa, Messire De Tréville ya no podrá concursar. Dime, Johanot, ¿cómo está?

- ¿Eh?

- Messire De Tréville… Hace tiempo que no me requiere. No he tenido noticias de él. Espero que no haya estado enfermo, o algo.

“Me pregunto si él sabe hasta qué punto ella lo ama. Y, si lo sabe, me pregunto si es que le importa lo más mínimo…” se dijo Johan, con cierta pena, al ver la ansiedad en los ojos de la chica.

- ¡Lo ignoro, Marianne! –mintió- . El que ha estado casi un mes postrado en cama he sido yo… No lo he visto en la mayor parte de ese tiempo. Estuve en casa de mis tíos…

- ¡Oh, sí, pobrecito mío! Lo del flechazo, ¿verdad? Todo el mundo habló de ello. He sido una desconsiderada, debí preguntarte por eso lo primero. ¿Cómo estás?

- ¡Bien! Estupendamente, teniendo en cuenta lo que podría haberme pasado… ¡Gracias! Marianne, me gustaría preguntarte algo. Aquella fiesta que celebró el Señor Conde a principios de agosto… ¿la recuerdas? Fue justo la noche anterior a cuando volvimos a encontrarnos en… en sus aposentos.

Marianne desvió la mirada, como queriendo hacer memoria. Por un instante, su rostro se iluminó con el recuerdo, pero enseguida se esfumó de él la alegría y una expresión de terrible disgusto apareció en su semblante.

- Me acuerdo perfectamente –dijo, con amargura.

Johan se sintió fatal por hacerla rememorar recuerdos ingratos, particularmente el de su enfrentamiento con Damoiselle Baldouine. Una batalla perdida, dedujo, dado que la beldad rubia había permanecido en el castillo incluso después de la partida de su vejado señor, el Barón de Troyes. Supuestamente, bajo la protección de De Tréville… Johan no había estado en forma como para presenciar todos estos acontecimientos, pero su tía no había perdido la ocasión de cotillear sobre el particular. Ah, pero no cabía entretenerse con estos detalles… ¡Tenía que averiguar lo que necesitaba saber! En pocas palabras explicó a Marianne sus inquietudes, y la joven volvió a hacer memoria, con gesto de profunda concentración.

- Sí, estuve en esa fiesta… Messire me pidió que lo ayudase a entretener a sus huéspedes antes de reunirme con él. ¡La verdad es que fue una velada algo aburrida! Los invitados eran, mayormente, caballeros, y todos bastante mayores… No tardé en abandonar el Gran Salón. Messire ya se había retirado a sus aposentos, pero yo cumplí lo prometido y me quedé un poco más… Estuve conversando un rato con todos ellos, también canté unas canciones… Recibí unas cuantas propuestas, como siempre. Pero las rechacé todas, ¡faltaría más!

Marianne miró al niño entrecerrando los ojos, y Johan pudo leer perfectamente entre líneas: “¡Que se enteren esas comadres de las cocinas de que yo soy una muchacha honrada, que tiene sus principios y que no se vende al primer postor que llegue! ¡Házselo saber a tu tía, mayormente!”

- Por supuesto –dijo Johan, conciliador, bajando la cabeza.

- Pero eso que me has preguntado, en particular… -Marianne se puso un dedo sobre los labios- ¡Sí que había un señor que planeaba salir de cacería al día siguiente! Es más, me invitó a ir con él. Le dije que no. Me explicó que tenía varios halcones, de hecho me los presentó como si se tratase de gente cristiana, y hasta me puso uno sobre el codo. Me dijo que los bichos necesitaban cazar a diario, y que los soltaría un poco antes de partir de vuelta a su castillo. Quería que yo fuese a ver cómo volaban. ¡Ja! Ya me han pedido eso mismo antes, muchas veces, y te aseguro que he tenido que ver otras cosas, no sólo…

Se interrumpió, enrojeciendo levemente, y tomando conciencia de pronto de que su interlocutor no era más que un niño. En cuanto a Johan, se había enardecido de repente. Dio un salto hacia ella, con los ojos brillantes.

- ¿De verdad? Dime, Marianne, ¿quién era? ¿Recuerdas su nombre?

- ¡Pues claro! Es más, lo estoy viendo ahora mismo. Es aquél de allí.

La mirada de Johan siguió la dirección de su dedo extendido, que señalaba a un caballero cincuentón de grandes bigotes grises. Se hallaba en la liza, pendiente del concurso de arquería, en el que estaba participando. Ya había concluído su turno y esperaba, sin duda, la puntuación de los jueces.

- ¿Lo conoces, Johanot?

- Sí, es el Barón de Brusy –dijo el niño, emocionado- . ¡Todo cuadra! Creo que ya tengo por dónde empezar. ¡Marianne, eres fabulosa! ¡De verdad te lo digo! Ahora discúlpame, pero me tengo que ir.

Recibió un rápido beso en la mejilla y se lanzó a la carrera hacia el real. Allí se reunió de nuevo con sus dos compinches, a los que no le costó mucho localizar.

- ¡Creo que ya lo encontramos! –les anunció, con los ojos brillantes- . El Barón de Brusy es el único que cumple con todas las condiciones… las flechas con plumas rojas, los halcones que tiene, y además planeaba una cacería para el día siguiente… Pero no le dijo nada de ello a Messire De Tréville. ¿Por qué actuaría así? Entonces, eso lo convierte en furtivo, poco menos, y… ¡empiezo a comprender por qué se llevaron la flecha sin decirle nada a nadie! Vamos, tenemos que hacerlo ahora, o nunca.

- ¿Hacer el qué, Johanot?

- Registrar sus aposentos. Y éste es el momento perfecto, ya que él está muy entretenido en la liza. ¡Subamos!

Johan condujo a sus dos amigos, que le seguían de muy mala gana, hacia el interior del castillo. De Brusy disponía de una habitación amplia en la mismísima torre del homenaje; no les costó nada entrar en ella, pues todo el mundo estaba pendiente de la competición y el castillo estaba casi desierto.

- ¡Vosotros buscareis por aquí, y yo por allí! –dijo Johan, lanzándose hacia un arcón de tamaño respetable- . No os olvideis de que también hemos de llevarnos con nosotros una de las flechas…

Jacquot y P’tit Gilles intercambiaron una mirada perpleja.

- Eh… Johanot, ¿y qué se supone que estamos buscando, exactamente? –profirió el pelirrojo.

- ¡No tengo ni idea! Lo sabré en cuanto lo encuentre, supongo –contestó Johan, que había casi desaparecido en el interior del arcón. De éste comenzó a surgir un gran estrépito, como de objetos de muy diverso tipo que son apartados y lanzados sin demasiada cautela. Los dos muchachos volvieron a mirarse…

... e imitaron el gesto de su líder. En realidad no les importaba mucho qué buscar, la simple oportunidad de revolver a su gusto en aquel paraíso poblado de objetos para ellos desconocidos ya les seducía. Jacquot empezó a vaciar un anaquel, y P’tit Gilles la emprendió con una pila de fardos que se veía en un lado de la habitación. Y en esas estaban cuando apareció… ¡el Barón de Brusy en persona, aún con su aljaba al hombro!

El noble permaneció en la entrada de su recámara, atónito ante el espectáculo y sin poder, en primera instancia, reaccionar. El arco se la cayó de las manos. Luego se repuso, se lanzó hacia el niño que tenía más a mano, que resultó ser P´tit Gilles, y lo asió bruscamente por las ropas.

- ¿Cómo osais? ¿Qué estais haciendo en mis aposentos, pequeños truhanes?

Levantó el puño para golpearlo; pero Johan, dándose cuenta a tiempo, se lanzó hacia el Barón y se aferró a él como un gato, propinándole un buen mordisco en el dorso de la mano. El Barón profirió un gran grito de dolor, soltando a P’tit Gilles. Mas reaccionó enseguida, agarrando a Johan por un brazo y cubriéndolo de improperios. Recogió el arco caído y comenzó a usarlo como si de una fusta se tratara, azotando con furia al paje. Johan gritó de dolor y de pánico. Jacquot, que aún no había sido visto, se escurrió hacia la puerta y desapareció escaleras abajo, en tanto P’tit Gilles trataba por todos los medios de contener el violento ataque del noble.

- ¡No le pegueis más, Messire! –gritó, sujetándole el brazo- . ¡Este niño está herido!

De Brusy detuvo el castigo, aunque ya Johan había tenido tiempo de llevarse una buena somanta. La mayor parte de los golpes había ido a caer sobre sus espaldas, y la antigua herida comenzó a dolerle enormemente. Notó una sensación de cálida humedad. ¿Sangraba de nuevo? Johan no era un pusilánime, pero no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas. En ese momento se abrió de nuevo la puerta y entró el Conde de Tréville con Jacquot a la zaga.

- ¿QUÉ ESTÁ OCURRIENDO AQUÍ? –tronó.

Johan se había refugiado tras una mesita volcada, en tanto P’tit Gilles permanecía entre él y De Brusy, parapetándolo con su cuerpo y mirando al Barón con expresión entre suplicante y retadora.

- ¡Ah, De Tréville, llegais a tiempo! Eso quisiera saber yo, qué pasa aquí para que estos ladronzuelos estén en mis aposentos poniendo mi impedimenta patas arriba. Si se han llevado algo…

- ¡No somos ladrones! ¡No hemos robado nada! –exclamó P’tit Gilles.

- ¡Sólo buscábamos más pistas! –dijo Johan, inseguro. De Tréville le hizo una señal imperiosa para que se acercara y, una vez al alcance de su mano, lo agarró por el cuello de la capa y lo volteó bruscamente. Johan cerró los ojos, pensando que la paliza iba a continuar, pero De Tréville se limitó a levantarle el jubón y la camisa y examinarle la herida, que, efectivamente, sangraba un poco, no así el resto de los verdugones.

- ¡Eres un inconsciente, muchacho! Un completo inconsciente… ¿qué imaginabas que ibas a encontrar aquí? –le preguntó el Conde en muy baja voz, casi en su oreja. Para sí mismo, añadió: “Esto es, en gran parte, culpa mía. ¡Debí haber dejado que Robert lo interceptase en la liza!”

- No lo sé… ¡Sólo seguía una corazonada! Algo me dice que tenía que venir aquí para hallar respuestas, que la solución al enigma está en esta habitación.

- ¡Tú y tus corazonadas! –exclamó el Conde, dejándolo ir- . En cuanto a vosotros dos…

Jacquot y P’tit Gilles permanecían arrinconados contra la pared, temblando como unos azogados.

- ¿Alguien tendría la bondad de explicarme qué es lo que está pasando, exactamente? –exclamó De Brusy, malhumorado.

- ¡Sí, Johan, esperamos vuestras justificaciones! –apuntó el Conde, cruzándose de brazos- . Y espero que sean muy, muy convincentes, porque de lo contrario el castigo será monumental.

Johan respiró hondo. ¡Había llegado el momento!

- ¡Messire De Tréville, no estábamos robando nada, os lo juro! Tampoco queríamos hacer ningún daño… Siento mucho si hemos molestado a Messire De Brusy, pero teníamos que poner algo en claro. En primer lugar… teneis que saber que ha sido todo cosa mía, Jacquot y P’tit Gilles no tienen culpa de nada. He sido yo quien los ha traído aquí. Y, en segundo lugar… Bien, por fin he averiguado quién fue el autor del disparo de la famosa flecha con penacho rojo: ¡El Barón de Brusy!

- ¿Eh? –protestó el aludido. De Tréville enarcó una ceja.

- ¿Es cierto eso, Barón?

- Por lo menos, las plumas de estas flechas sí que son rojas –Jacquot había aprovechado la confusión para deslizarse hasta la aljaba que De Brusy había dejado caer al suelo y apoderarse de una de ellas.

- ¡Como ésa, exactamente, fue la que me hirió! –exclamó Johan, triunfal.

- ¿Qué broma es ésta, De Tréville?

- ¡No se trata de ninguna broma, querido Barón! –suspiró el Conde- . Sencillamente, tengo un nuevo cachorro de sabueso y acabo de soltarlo por primera vez, a ver hasta dónde es capaz de llevarnos. Decidme, ¿fuisteis vos quien estuvo ejercitando sus halcones en mis bosques, al día siguiente de la última fiesta que celebramos en mi castillo?

- Pues… sí, así es –contestó el Barón, desconcertado- . ¿Es que hice mal? Sé que debí pediros permiso, como de costumbre, pero cuando fui a buscaros para solicitarlo ya os habíais retirado a vuestros aposentos, y a la mañana siguiente hubimos de salir temprano. Preguntamos por vos a vuestro escudero, pero nos dijo que aún no os habíais levantado. Así que partimos… Tomamos el camino del bosque de abetos, y una vez allí soltamos un poco las aves… ¡No cazaron gran cosa!

- ¡Ya! –el Conde se acarició la barbilla- . Y me imagino que aprovecharíais también la ocasión para disparar unas flechas…

- Bueno, avistamos un corzo –dijo De Brusy, de mala gana- , y es cierto que yo mismo hice unos cuantos disparos. Pero no le di. El animal se fue dando saltos y no cobramos nada… ¿Es que debo pagaros el tributo a pesar de todo, De Tréville?

- Eso ahora no es importante, Barón. ¿Recuperásteis las flechas? –preguntó el Conde con interés.

- Envié a mis criados a buscarlas, sí, y me las trajeron todas. ¡Ellos saben bien que no me gusta perder ni una! Son unas flechas muy costosas.

Johan y De Tréville se miraron. Esta vez, con júbilo.

- ¡Messire de Brusy, tenemos que contaros algo! –dijo Johan.

Entre él y el Conde pusieron al Barón en antecedentes de los detalles principales, en pocas palabras. De Brusy se quedó boquiabierto, aún más cuando Johan le mostró la herida en su espalda. ¡No, él no pretendía tal cosa…! Amaba el arte de la caza, como todos sus allegados sabían, en todas sus variantes. Pero nunca habría llegado al extremo de abandonar a un niño malherido en el bosque, sólo por recuperar su flecha y librarse de pagar un tributo…

- Sí, pero… ¿quién, al cabo, fue el que recuperó la dichosa flecha? –volvió a preguntar el Conde- . Sería preciso averiguarlo, y tendríamos en nuestras manos al verdadero culpable.

Johan se rascaba la coronilla. Estaba empezando a concebir un plan… le hizo un gesto a De Tréville para que se acercara y le susurró unas cuantas cosas al oído.

- ¡Eso es descabellado, Johan! –exclamó el Conde- . Claro que… de tan descabellado que resulta, hasta podría funcionar.

- Sí, pero necesitaremos la ayuda de Messire de Brusy –dijo Johan, con los ojos brillantes- . Decidme, señor Barón, ¿os importaría prestarnos por un rato una de vuestras flechas…?

………

(CONTINUARÁ)
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Ultima edición por Pirluit el 22/04/2018 23:59, editado 1 vez
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Pirluit
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MensajePublicado: 31/01/2018 22:21    Asunto: Fanfic Johanot "Los dos Gilles", 5 Responder citando

Un poco después, uno de los sirvientes del Conde de Tréville se acercaba a la tienda de campaña que el Barón de Brusy había hecho levantar para sus hombres en el real, y que en ese momento albergaba a media docena de ellos.

- ¡Eh! –exclamó, al llegar a la entrada- . ¿Están ahí Benoît, Charles y Gillain? Vuestro señor quiere veros enseguida, en sus aposentos del castillo.

- Falta Gillain, que está en la liza –contestó alguien.

- Bien, id a buscarlo y subid juntos. ¡Es muy importante que vayais los tres, me ha dicho!

Un poco más tarde, los tres criados del Barón entraban en la torre del homenaje y se dirigían a sus aposentos. Poco se imaginaban lo que les esperaba allí…

Encontraron la puerta cerrada, pero con el cerrojo descorrido. Después de tocar un par de veces sin recibir respuesta, decidieron entrar.

- ¿Eh? ¿Qué? –exclamó el llamado Benoît.

En medio de la habitación, en lo que parecía ser un gran charco de sangre, yacía de bruces un niño de cabellos negros. Parecía estar muerto, y en su espalda se veía, ostentosamente clavada, una de las flechas del Barón.

- ¡Por todos los…! –exclamó de nuevo Benoît, lanzándose hacia el pequeño.

- ¿Qué le ha pasado? ¿Vive aún? –preguntó a su vez Gillain, llegando a la altura de su compañero. Ambos hincaron las rodillas en tierra y tocaron a Johan con precaución.

- ¡Sí, menos mal, aún está vivo! –contestó Benoît.

Charles no se había movido del sitio. Permanecía como clavado en el umbral de la puerta, con los ojos desorbitados.

- ¡No es posible! –exclamó, levantando una mano temblorosa para señalar el cuerpecillo tumbado en el suelo- . ¡No, no es posible que sea… él! ¡Tiene que ser un fantasma… una aparición!

En ese momento, como surgiendo de la nada, hicieron también su entrada en escena el Barón de Brusy, el Conde de Tréville, Jacquot y P’tit Gilles, que habían permanecido ocultos detrás de los cortinajes.

- Suficiente –dijo el Conde, asiendo al despavorido Charles por un brazo- . ¡Más que suficiente!

Johan rebulló y se incorporó un poco. Benoît y Gillain le conminaron a no hacerlo, a no moverse hasta que le hubieran extraído la saeta… pero Johan soltó una carcajada y les mostró el resto del truco: la flecha, realmente, no estaba clavada en sus carnes, sino que él la había mantenido junto a sí para dar esa impresión, bien sujeta con la mano y oculto el puño bajo su capa.

- ¡Y esto tampoco es sangre! –manifestó- . Es sólo un poco de agua con tintura carmesí, de la que se usa para teñir la ropa.

- Pero… pero…

- Las explicaciones, para más tarde –dijo De Brusy, acercándose a Charles y desenvainando su espada- . ¡Yo mismo me ocuparé de este felón malnacido!

- ¡No, Barón, de eso nada! –repuso De Tréville, interponiéndose entre ambos- . Mañana tendremos sesión judicial, y ése será el momento oportuno para que todos podamos solicitar y rendir cuentas… ¡Nada de venganzas en caliente, es algo que he tenido oportunidad de aprender muy bien!

Johan y De Tréville se miraron y se intercambiaron una sonrisa cómplice. Charles temblaba como un poseso. A una señal muda del Barón, sus otros dos criados procedieron a hacerse cargo de él, sujetándolo cada uno por un brazo.

- ¡Mientras tanto, que lo encierren en las mazmorras! Allí pasará la noche.

Gillain y Benoît se lo llevaron medio a rastras. Johan miró al Conde con preocupación.

- No lo hareis ahorcar, ¿verdad, Messire? Apenas es mayor que Robert.

- ¡Tsk…! Eso ya se verá mañana. De todas formas, Johan, recuérdalo: ¡él casi te mata a ti!

- ¡Justo! Casi. Pero no lo hizo. Y además, tengo ya ganas de que él mismo nos confiese el motivo de su actuación en el bosque. Aunque, a estas alturas… ¡ya puedo imaginármelo!

- Si sólo de mí dependiera, muchacho –intervino De Brusy- , te juro que lo haría colgar inmediatamente. Pero el Señor Conde tiene razón, es mejor que tenga un juicio justo. Dime… ¿por qué crees que procedió así?

- ¡Toma! Pues porque os tiene mucho miedo… -dijo Johan, y, sonriendo para sí: “casi tanto miedo como Marcel le tiene al Conde, cuando sabe que ha hecho algo mal y que está a punto de cargársela”.

- ¡Tiene motivos para temerme, eso te lo puedo asegurar! Ese chico es sólo un bueno para nada… ¡un completo inútil! No me ha dado más que disgustos desde que entró a mi servicio, y esto de ahora… ¡Buf! Que vaya rezando sus plegarias, es todo lo que digo.

- Bien, insisto, todo eso lo veremos mañana, mucho más detenidamente –dijo De Tréville- . ¡Johan, vete de una vez a que te curen esa herida! Vosotros dos, quedaos.

Jacquot y P’tit Gilles ya habían empezado a moverse sigilosamente hacia la puerta, en pos de Johan, pero ante el ademán del Conde tuvieron que quedarse plantados en el sitio.

- Me gustaría tener unas palabras con vosotros…

……………..

Al día siguiente tuvo lugar la sesión de juicios menores.

El Conde de Tréville, escoltado por Johan, hizo su entrada en la Sala de Audiencias y se dirigió a la silla presidencial. Allí estaban ya la mayor parte de los barones y notables del condado, acomodados en hileras de bancos contra las paredes. En la tribuna de honor, flanqueando el trono del Conde, se hallaban los cargos: el alcalde de la villa, un par de eruditos versados en leyes, un secretario, un escribano con todo lo necesario para levantar acta y, cómo no, la principal autoridad religiosa del lugar.

- ¡Fray Arnolfus! –exclamó Johan, alborozado, dando una carrerilla para ir a su encuentro- . ¿Cómo habeis hecho para bajar de la torre?

- Eso pregúntaselo a los dos esforzados esbirros que tuvieron a bien descenderme a cuestas, Johanot –dijo el fraile, palmeándole la cabeza- . Y que con semejante hazaña sin duda que habrán ganado mercedes divinas como para ahorrarse la mitad de su estancia en el Purgatorio…

- ¿Sólo la mitad? –intervino De Tréville, acercándose para saludar al clérigo- . Esa condenada torre vuestra debe de tener como unos trescientos escalones, no menos.

- ¡Trescientos veintisiete exactamente, Messire! –exclamó Johan- . Los he contado.

- La otra mitad la purgarán cuando tengan que volver a subirme a mi celda… Pero esto de hoy no me lo perdería por nada del mundo, hijos míos. Me ha dicho Marcel que Johanot piensa intervenir.

- ¡Sí! Eh… sí –contestó Johan, tragando saliva.

De repente se sentía terriblemente intimidado por las perspectivas de tener que hacerlo. Una cosa era departir informalmente con el Conde, en su recámara o en el patio de armas… y otra muy distinta el verse obligado a levantar la voz en medio de aquella asamblea de principales, que lo mirarían con gesto grave.

- Bueno, empecemos cuanto antes –dijo De Tréville, frotándose las manos y dirigiéndose a su sitial- . ¡Johan, pásame mi bastón de mando y anuncia el comienzo de la sesión!

Johan obedeció. Pero estaba tan asustado que le costó hacerse oír, y hasta tres veces tuvo que repetir la frase protocolaria. “¡Mal empezamos!”, se dijo el Conde, con una sonrisa comprensiva.

Fray Arnolfus entonó las fórmulas pertinentes, bendiciendo a la asamblea e invocando la ayuda divina para que allí pudiera impartirse auténtica justicia. Tras eso, empezaron a celebrarse las vistas, una tras otra… No fueron muchas, y todas de escasa importancia: una riña entre vecinos por una cuestión de lindes, un par de robos de poca monta y una acusación de adulterio. En todos los casos comparecían, escoltados por la guardia del Conde, el acusador y el acusado, amén de los posibles testigos. Se les tomaba juramento y entonces disponían de turnos para exponer sus alegaciones y responder a las preguntas de los miembros de la asamblea. Tras eso, los juristas daban su opinión apoyados en los textos legales, el Conde se hacía aconsejar por quien él considerara oportuno, el clérigo hacía sus recomendaciones finales y se dictaba sentencia. Eso era todo.

Aun así, la sesión se prolongó toda la mañana, y fue ya pasado el mediodía cuando compareció el penúltimo acusado: Gilles, el leñador. Entró en la sala entre dos soldados, aunque visiblemente mucho más tranquilo que durante los interrogatorios anteriores… Al verlo, a Johan no le cupo ninguna duda de que De Tréville, o alguien en su nombre, lo había ya puesto en antecedentes de la situación: Gilles sabía que ya no corría peligro, que la comparecencia era puramente testimonial y que el verdadero culpable ya había sido identificado y apresado. No obstante…

- ¡Gilles, vasallo de Tréville! –proclamó el secretario, después de la jura- . Se os considera sospechoso de haber practicado la caza furtiva en los bosques del señor, de haber ocultado las armas para la caza en vuestra cabaña, de haber disparado una flecha que hirió casi mortalmente a otro de los vasallos del señor y, aunque acudísteis en su ayuda, lo llevásteis en secreto a vuestra casa, en donde lo mantuvísteis oculto durante dos días. ¿Qué teneis que decir a esto?

- ¡No he cazado ni he disparado jamás con arco, mis señores! –exclamó Gilles- . Es cierto que había unas flechas ocultas en mi casa, pero yo lo ignoraba. Fue mi hijo mayor quien las puso allí, él mismo me lo confesó hace poco. Pero nunca las usamos para cazar. Lo juro. Sí es cierto que encontramos en el bosque al niño malherido… al paje de Messire de Tréville –señaló a Johan- . Lo oímos gritar y acudimos en su ayuda. Estaba inconsciente, y lo llevamos a nuestra casa. Tenía una profunda herida en la espalda y había perdido mucha sangre… Mi hijo me ha contado que sabe que la flecha que lo hirió, aunque no ha aparecido, no era una de las suyas…

- ¡Creo que mi paje, Johan, quiere decir unas palabras sobre todo esto! –interrumpió el Conde- . También tenemos una muestra de cada una de las flechas, para que el tribunal las examine.

Hizo un gesto animador a Johan, que permanecía de pie a su lado. El niño estaba muy pálido y lo miraba con expresión desamparada… De Tréville lo empujó con firmeza, obligándolo a bajar de la tribuna, y Johan se vio solo, expuesto por completo a las miradas penetrantes y severas de toda la asamblea. Incluso creyó oír alguna risita ahogada…

“Nota mental: enseñarle a este crío a superar su miedo escénico”, se dijo De Tréville, con una sonrisa. “¡Hay que ver! ¡Tan valiente para unas cosas y tan cobardica para otras!”

Claro que… no lo culpaba. Si el trance ya debía de ser amedrentador para un hombre hecho y derecho, habría que figurarse lo que supondría para un niño, que además no estaba acostumbrado a hablar en público. No había sido así en su caso, recordó. Era el Conde de Tréville desde los cinco años, casi desde que tenía memoria, y había crecido bien familiarizado con los deberes de su cargo… Aun así, podía acordarse de lo mal que lo había pasado aquella vez que…

- ¡Vamos, pequeño! ¡Habla de una vez! –exclamó uno de los miembros de la asamblea, que aparentemente estaba empezando a impacientarse a tenor de los murmullos que se elevaban por todas partes- . No tenemos todo el día. ¿Qué es lo que tienes que decir?

¿Hablar? ¡Imposible! Johan estaba completamente paralizado, sintiendo sus miembros como de corcho, el estómago revuelto y la cabeza vacía. Habían comenzado a zumbarle los oídos y tenía la sensación de que sus labios estaban pegados, de que su garganta estaba completamente seca y de que nunca más podría articular ni una palabra.

Estaba a punto de desmayarse.

O, muchísimo peor, de romper a llorar delante de todos…

- Tranquilo, hijo. Yo te ayudo –dijo una voz queda junto a él. Johan levantó los ojos y vio al leñador, que le sonreía- . Mi chico me lo ha contado todo ayer mismo. ¡Gracias mil! Es mucho lo que te debemos…

- ¡Y yo a vosotros, Gilles! –exclamó Johan, recordando de pronto por qué estaba allí- . ¡Os debo la vida, nada menos!

- No pienses en ellos –señaló a la audiencia con un gesto de cabeza- . Cuéntamelo sólo a mí… ¿qué es lo que ocurrió, realmente? ¿Cómo era esa flecha que viste?

Quedaba patente que Gilles ya lo sabía todo, que P’tit Gilles le había hablado largo y tendido sobre sus experiencias, sobre las conversaciones que habían tenido entre ellos y las pesquisas que habían emprendido juntos. Johan empezó a relatarle a Gilles todo lo que ya sabemos, primero en voz baja y titubeante, luego con más aplomo. Gilles le hizo algunas preguntas para animarlo, aunque ya Johan había recuperado la confianza en sí mismo y en lo que estaba revelando… Tanta como para levantar la voz y volverse hacia la asamblea. En un momento dado, De Tréville hizo una señal y uno de los criados de la sala se acercó con un par de flechas: una pertenecía, sin duda, al Barón de Brusy, y la otra era una sencilla flecha de entrenamiento con plumas de ganso… Johan las identificó sin dificultad.

- ¿Qué estás diciendo, muchacho? –preguntó alguien desde la asamblea- . ¿Declaras que fue el Barón de Brusy quien realmente te disparó? ¿Qué teneis que decir a eso, señor Barón? Es una acusación en toda regla.

De Brusy se levantó, carraspeando.

- Dice bien. La flecha que lo hirió, según su testimonio, fue una de las mías… y es cierto que hice unos disparos esa tarde, no demasiado lejos de donde él estaba. No supe hasta ayer lo que había pasado. El siervo que me devolvió la flecha nada me contó…

- ¡Creo que es hora de que comparezca! –intervino De Tréville, haciendo una señal. Los soldados hicieron entrar a Charles- . El último acusado del día, señores.

- ¡Charles, vasallo de Brusy! –leyó el secretario- . Se os acusa de encontrar a un niño, vasallo de Tréville, malherido por un disparo de flecha y, en lugar de prestarle el debido auxilio, sacar por vuestra cuenta el proyectil y abandonar al herido a su suerte. Se os acusa de guardar silencio sobre lo sucedido, incluso ante vuestro señor… ¿Qué teneis que decir a esto?

Charles parecía más muerto que vivo. Johan se le acercó.

- Yo estoy bien –dijo, con voz clara- . ¡No estoy enfadado contigo! Te ayudaré si puedo. ¿Me cuentas lo que pasó? En casos como éste sí que es mejor referir siempre la verdad, lo dice mi tía –concluyó, levantando un dedo con aire sentencioso.

- Yo… no quería hacer ningún daño. ¡Pero nadie me va a creer!

- Tú cuenta todo lo que sepas, muchacho –volvió a intervenir De Tréville, con voz severa- . ¡Es lo único que te puede salvar ahora! Hazle caso al niño… y a la tía del niño.

Tuvo que disimular una risita, que no procedía en absoluto dada la seriedad del lugar y la situación en la que se encontraban.

- Yo pensé que estaba muerto –musitó Charles, mirando a Johan- . Que ya no se podía hacer nada por él. Por eso lo dejé allí.

- ¡Pero te llevaste la flecha! –dijo De Tréville- . ¿No notaste nada cuando se la extrajiste? Aún tenía pulso. Respiraba. Por fuerza tuviste que tocarlo…

- N…no, me asusté mucho. El chico estaba completamente pálido, y todo el suelo, las ropas, todo… lleno de sangre. Yo… estaba mareado. Arranqué la flecha y… no lo recuerdo muy bien, pero creo que no lo toqué.

- ¡Fuiste un terrible imprudente! Al sacarle así la flecha pudiste haberlo matado al instante. ¿No lo sabías?

- No, Messire, no sabía nada. Sólo… sólo quería recuperar la flecha. No podía pensar más que en eso.

- ¿Por qué?

- ¡Porque tenía mucho miedo! –estalló Charles- . Messire De Brusy nos amenazó muy seriamente si volvíamos a perderle alguna. Son muy caras. Y ésta… ésta la extravió por mi culpa, porque estaba a punto de dispararle a un corzo y yo le golpeé el brazo sin querer y le hice errar el tiro. El corzo salió corriendo, y mi señor me llamó de todo y me dijo que, si no le traía la flecha de inmediato, me haría colgar allí mismo, y yo no podía volver sin ella. Y cuando vi al niño con la flecha clavada… pensé que estaba muerto, es más, que la culpa había sido mía porque desvié el disparo. Si se lo contaba a mi señor… ¿qué me haría? Y me llevé la flecha porque no podía dejarla allí, tenía que devolverla a toda costa… Y si prendían a mi señor por asesinato, sería todo por mi culpa, y…

- Bien, basta, creo que ya hemos oído lo suficiente –dijo De Tréville- . ¿Alguien quiere preguntar algo más? ¿Nadie?

Johan levantó la mano.

- Yo no quiero preguntar nada, sólo quiero decir algo: es obvio que Charles, aunque hizo muy mal, puede estar tranquilo respecto de una cosa, y es que la flecha que me alcanzó no pudo ser la misma que él desviara.

- Ah, ¿no? Y, ¿por qué?

- ¡Toma, si está clarísimo! Pues porque él estaba muy cerca de mí, y en cambio la flecha que me dio venía de muy lejos… ¡Si ya lo he explicado antes!

- ¡Oh, no, Johan! –De Tréville declinó el tema con un movimiento de la mano- . ¡No vuelvas con eso!

- ¡Pero si es verdad, Messire! ¡Es bien sencillo! Sin duda, mi flecha fue disparada cuando Charles ya había sido enviado a recoger la otra flecha perdida.

- ¡Bien, vale, niño listo, para ti la perra gorda! De todas formas, me parece un gran disparate y de una enorme inconsciencia todo lo que acaba de manifestar el reo, y creo que ya no necesito oír nada más -Johan volvió a ocupar su puesto en la tribuna, junto a su silla, y De Tréville le dedicó un pequeño gesto de aprobación- . Y, si la asamblea no tiene más preguntas, que hablen de una vez los letrados, pues ya estamos del todo listos para dictar sentencia.

Johan se sentía orgulloso y muy aliviado. Fray Arnolfus lo miró, con un cabeceo complacido y Johan respondió al mismo, aunque no estaba aún del todo tranquilo. Faltaba lo peor, a sus ojos: faltaba el dictamen final. Por Gilles ya no se preocupaba, había quedado bien probado que, como mucho, había cometido una falta leve… Pero lo que no tenía nada claro era lo que De Tréville pensaba hacer con Charles. Desde luego, su tono en la última frase que pronunciara no auguraba nada bueno…

Los dos juristas pidieron unos instantes para deliberar entre ellos en privado y consultar sus textos. Mientras así lo hacían, De Tréville le puso a Johan una mano sobre el hombro.

- ¿Qué? –le preguntó, socarrón- . Te he visto muy desenvuelto ahí abajo. ¿Te gustaría dedicarte a las leyes, en un futuro?

- Ciertamente parecía Nuestro Señor, siendo un tierno infante y hablando con la susodicha sabiduría ante la docta asamblea de los doctores –dijo Fray Arnolfus, y enseguida se santiguó varias veces- . ¡Que el Cielo me perdone, si con estas palabras imprudentes y pretenciosas he cometido algún innoble pecado de blasfemia o similar!

- Sois muy amable, Messire, pero… creo que esto no es lo mío –le contestó Johan al Conde, ruborizándose un poco. Y, para sí mismo: “¡Tendría que pasarme el resto de mi vida estudiando!”

- Ah, ¿no? Y, sin embargo, no se te da nada mal… Es un mundo fascinante el de los leguleyos, ¿sabías? Yo tengo que entender un poco de todo esto, claro, y he aprendido aquí y allá. Hay cosas muy curiosas. ¡Muy curiosas! Fíjate, sin ir más lejos… –le hizo un gesto para que se aproximara a él y susurró cerca de su oreja- , resulta que, aunque ya nadie lo recuerda, existía una antigua costumbre, casi con rango de ley, que decía que la víctima de un delito de sangre tenía derecho a…

…………………

(CONTINUARÁ)
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MensajePublicado: 01/02/2018 22:28    Asunto: Fanfic Johanot "Los dos Gilles", 6 y final. Responder citando

Habían pasado unos días.

Tres niños estaban encaramados a una cerca desvencijada junto a una cabaña de madera, en un recóndito claro del bosque de abetos. Cada uno de ellos tenía un racimo de uvas en la palma de su mano y las comían morosamente, haciéndolas durar.

Estaban muy cansados. Y pronto se pondría el sol. A principios del mes de septiembre, los días empezaban a ser notablemente más cortos.

- Sí, pero la ventaja es que las uvas ya son dulces –dijo uno.

- Las mías aún están verdes…

- ¡Mejor! –repuso el tercero- . Me gusta lo ácido.

Se metió el último grano de su puñado en la boca y masticó en silencio. Pensó en todo lo que había ocurrido en tan sólo unas jornadas… Cosas sorprendentes. Cosas inesperadas. Buenas y malas noticias. Pero, sobre todo ello…

- ¡La vida es muy extraña! –exclamó- . Uno nunca podría adivinar lo que va a ocurrir.

- ¿A qué te refieres? –preguntó Johan.

- Me refiero a… todo –Jacquot hizo girar los ojos- . ¡Cien escudos! ¡Y de oro! En mi vida habría soñado siquiera con una cantidad así. Mi madre casi se desmaya cuando los trajiste ayer a casa…

- En realidad, fueron noventa y nueve –dijo Johan, sonriente. Extrajo una brillante moneda dorada de su faltriquera y se puso a juguetear con ella, haciéndola deslizarse de uno a otro dedo con agilidad- . ¡Éste es mío!

Recordó el momento exacto en que lo había conseguido: había sido el mismo día anterior. Como cualquier otra mañana, había entrado silenciosamente en los aposentos del Conde cargado con su jarro. Nada que destacar, la rutina de costumbre: dosel cerrado, bacín (puaj) hasta los topes, algo de desorden… Había empezado a recoger prendas del suelo con cierta curiosidad, y no antes de haber tomado buena nota mental de cómo y en qué sitio estaba todo a su llegada. Por si había posteriores interrogatorios. A ver… un vestido rojo sin mangas, que nada le decía. Una camisa femenina. Un cíngulo de seda blanca. Tres refajos. Ni rastro de corpiño alguno… Johan sonrió. Y un par de borceguíes de mujer. ¡Perfecto! Todo en orden.

Y luego, lo de siempre: un pequeño rapapolvo por haber despertado al Conde y a su dulce y amable compañía, un par de bromas a su costa, llenar la palangana cuidadosamente mientras De Tréville y su damisela de turno se despedían en buena hora, portazo, volverse, ofrecer la toalla sobre los brazos extendidos, ayudar a vestirse a su señor… Para su decepción, no hubo preguntas ni posibles misterios que resolver. Aquél prometía ser un día más en su vida, uno exactamente igual que todos los demás, que transcurriría entre tareas, recados y algo de estudio en la torre del fraile viejo. Por desgracia, nada de entrenamiento aún; De Tréville estaba escamado con aquella herida de flecha suya, que no acababa jamás de curarse, y le había prohibido terminantemente hacer ejercicio hasta nueva orden.

- ¡Bueno! No estás solo en tu desdicha –había reído el Conde, cuando Johan le hizo partícipe de su contrariedad- . Robert tampoco puede montar. Y no va a poder hacerlo en un largo tiempo, me temo.

“Es el precio que le toca pagar por meterse en donde no le llaman”, pensó para sí.

- Mal de muchos… -masculló Johan.

- De todas formas, tengo para ti una encomienda que tal vez te agrade. Tienes que ir a la cabaña de tu amigo, el pelirrojo, a llevarle algo de mi parte… ¡Ya sabes, eso que habíamos acordado!

Johan se animó.

- ¿Es que De Brusy ha pagado por fin su multa?

- ¡Ajá! Y te juro que me ha costado hacerle soltar la bolsa con los doscientos escudos de oro. El viejo tacaño… ¡En fin! Espero que haya aprendido bien la lección. Después de todo, podría decirse que los desastres comenzaron por culpa de su racanería. Es mejor pagar lo que sea por una flecha extraviada, que segar una vida… ¡o dos!

- De todas formas –dijo Johan, frunciendo el ceño- , en lo que respecta al pobre Charles, sigo sin estar en absoluto de acuerdo con la sentencia final.

- Bien, vale, digámoslo todos a una: ¡no es justo! Pero no puedes acusarme a mí del todo, pequeño. Ya oíste a los juristas…

- ¡Exactamente! Fue la flecha lanzada por De Brusy la que casi me mata. Charles sólo actuó como un tonto asustado… ¡Sí, hizo una gran tontería, pero sin maldad alguna!

- Fue una completa estulticia.

- Una estuliti… ¿qué? –De Tréville le explicó el término- . Bueno, eso. ¡Pero no me parece nada bien que, sólo por ello, se le condenara a la horca!

Se hizo un pequeño silencio.

- Al fin y al cabo –prosiguió Johan, encogiéndose de hombros- , yo igualmente cometí una estultocia de ésas…

- ¡Estulticia! –corrigió De Tréville, dándole un ligero pescozón- . ¿Por qué lo dices?

- Bueno, también tiré de la flecha para intentar quitármela. Ignoraba que hacía mal. No sabía que la flecha hace de tapón.

- ¡Ajá! Recuérdalo para, Dios no lo quiera, posibles ocasiones parecidas en tu futuro. ¡Nunca te arranques una flecha tú mismo y a las bravas! Corta, si puedes, el ástil a cuatro dedos de la piel, procura inmovilizar lo que te queda con un vendaje, dejando a la vista el trozo de madera, y busca ayuda. Sólo quien sabe hacerlo puede extraer una flecha del cuerpo sin causar más daños…

- Eso haré, Messire. ¡Muchas gracias! –dijo Johan, con una pequeña inclinación de cabeza.

- ¡Tengo que darte también otro consejo, que sin duda te será muy útil! Como ya te informarían tus amiguetes después de la charlita que tuvimos ellos y yo, pude escuchar todo lo que hablásteis en aquella ocasión en la casa de tus tíos.

Johan se ruborizó. No recordaba todos y cada uno de los detalles de la conversación, pero estaba seguro de que, en ocasiones, habían estado algo irrespetuosos.

- Espero no haber dicho nada inconveniente, Messire…

- No es eso. ¿Quieres saber por qué me quedé a escucharos…? No creas que me dedico a espiarte, ni nada por el estilo. De hecho, yo pensaba irme a mis asuntos una vez llegaron tus amigos… Pero, Johan –su tono se volvió socarrón- … ¡Ningún niño que está, como estabas tú, postrado y aburrido durante días, pone semejante cara de pánico cuando entran sus amiguitos a jugar tranquilamente una partida de tabas! De verdad, tenías una expresión… ¡Pocas veces te he visto tan alarmado! No me cupo ninguna duda, estabas metido en algún problema. Y cuando llamaste al más alto “P’tit Jules”, entonces me vino de golpe el recuerdo… ¡Claro, era P’tit Gilles, el hijo mayor del leñador! Yo ya lo había conocido en su cabaña. Cierto es que lo vi un instante tan sólo, en realidad ni me acordaba de él. Y… ¿qué pensé? Pues que venía con malas intenciones hacia ti, y que por eso estabas tú tan asustado. No entendí por qué no me pediste ayuda de alguna manera, pero, por si las moscas, me quedé a escuchar… Figúrate mi sorpresa cuando me di cuenta de que era al revés, de que era a mí a quien temías…

- ¡Lo siento mucho, Messire! Tal vez no debí actuar por mi cuenta y a vuestras espaldas, después de todo.

- ¿Qué dices? ¡Si lo hiciste fenomenal! Te lanzaste sobre la pista buena como un auténtico sabueso, y no cejaste en ningun momento pese a las múltiples dificultades. Eso sí, para la próxima vez que intentes engañarme a mí, o a cualquier otro… -un cachete burlón en la mejilla- , ¡cuida tus gestos!

- Lo cual me recuerda que… -Johan miró a su alrededor como buscando algo- . ¿Era una broma? Llevo días queriendo verlo. ¿Dónde está vuestro nuevo perro?

- ¿Mi nuevo perro? ¿De qué estás hablando?

- Del cachorro de sabueso, ése que le dijísteis al Barón que acabábais de soltar. Estuve en las perreras y no lo he visto. ¿Es hijo de Milagro o de Chiripa? Aún no he ido por la yeguada ni por la cabaña de caza. ¿Está allí? Tengo ganas de conocerlo. ¿Cómo se llama?

De Tréville soltó una carcajada y le palmeó la cabeza.

- ¡Inocentón! Bueno, déjate de tonterías y ponte en marcha de una vez. Messire Stephane tiene la bolsa en su despacho y te espera. Llévate a un par de soldados contigo, no es buena idea que vaya un niño solo con semejante suma. Dile a tu amigo, de mi parte -sonrió aviesamente- , que espero que con eso pueda comprarse sus propias lentejas.

Johan cabeceó. No, por mucho que lo intentara, no acababa de entender al Conde... Al parecer no le había importado lo más mínimo gastarse miles de escudos en costear todo un torneo, sólo para darle a él la oportunidad de husmear a su gusto y completar sus pesquisas. En cambio… ¡no se le olvidaba! ¡Todavía seguía molesto por el hurto de unas miserables lentejas!

Cuestión de principios, que diría él.

O a lo mejor su tía Blondine tenía razón, y todos los nobles estaban un poco chiflados… “Por no perder sus condenadas tierras y sus fortunas y que sigan en la familia, no hacen más que casarse entre primos, ¡y así les luce el pelo!”, solía decir, cuando pensaba que no la oían. Johan se había quedado con las ganas de preguntarle más sobre el particular, pero sabía que cada vez que abordaba con ella temas de esa índole, lo único que obtenía era un bofetón. Así que mejor no, gracias. Ya se enteraría él por su cuenta.

En fin, era hora de ponerse en marcha. El tiempo apremiaba y, además, tenía muchas ganas de ver la reacción de Jacquot y su familia cuando les entregara la bolsa. Corrió hacia la puerta y, cuando ya estaba a punto de abandonar el aposento, oyó un silbido del Conde. ¿Qué sería en esta ocasión? ¿Una manzana? ¿Una pera…? Eso se preguntó, mientras estiraba maquinalmente el brazo derecho en el aire y comenzaba a volverse. Pero no fue ni una cosa ni la otra: una estela dorada surcó el aire, y Johan contempló sorprendido, en la palma de su mano, el brillante escudo nuevo, nuevecito, como recién acuñado.

- ¡Oh, esto me parece mucho! –exclamó.

- No, es tuyo. Te pertenece en buena ley. Es el que le diste a Jacquot, ¿recuerdas? Él mismo me lo contó todo.

- Bueno, pero… el mío era de plata. Éste es de oro –se rascó la coronilla, azorado- . ¡Éste tiene bastante más valor!

- Sí, ¿y qué? Creo que te lo has ganado con creces. Considera un premio la diferencia… Y ahora, ¡vete de una vez!

Johan no se lo hizo repetir.

Ahora miraba una vez más su escudo, haciéndolo pasar de un dedo a otro, y pensaba…

- Chicos, una pregunta.

- ¿Sí? –dijeron P’tit Jules y Jacquot a la vez.

- A ver si alguno lo sabe. Supongamos que se casan dos que son primos entre sí. A sus hijos… ¿les brilla el pelo menos, o más?

P’tit Jules y Jacquot se miraron.

- No tengo ni idea, Johanot. ¡Mira que haces preguntas raras!

- Yo lo único que sé –contestó Jacquot- es que en el pueblo vecino hay un matrimonio de primos hermanos, y que todo el mundo dice que lo mejor que puede pasar es que no tengan hijos. Pero no creo que tenga nada que ver con el brillo del pelo. Será por otra cosa, digo yo.

Johan desprendió el último grano de uva de su racimo, lo lanzó al aire y lo interceptó con la boca. Cosette siempre se quejaba de su pelo cuando le ponía los rulos cada noche. Decía que le costaba mucho hacer algo decente con él, que era muy recio, áspero y sin brillo. Sin brillo… ¿y si sus propios padres hubiesen sido…?

No, se dijo. No tenía sentido preocuparse ahora por un asunto así. Apartó los pensamientos inoportunos con una brusca sacudida de cabeza y escupió lejos las semillas.

- Los mayores nunca dicen las cosas claras. ¿Te quedan uvas, P’tit Gilles?

- No, y yo también quiero más -se miraron los tres entre sí e intercambiaron una sonrisa algo traviesa- . ¡CHARLES! –gritaron al unísono.

Charles apareció a la carrera, procedente del patio trasero de la cabaña. Vestía con normalidad, pero llevaba un grueso aro de metal alrededor del cuello. Dejó a un lado el hacha que llevaba en la mano y se dirigió a donde estaban los tres niños.

- ¿Puedo serviros en algo, mi señor? –preguntó, obsequioso, dirigiéndose a Johan.

- ¡Sí, Charles, por favor, tráenos más uvas! –dijo éste, algo avergonzado por las miraditas y codazos burlones que intercambiaban sus amigos en ese momento.

- Oye, Johanot, ¿cómo se siente uno al tener un esclavo? –le preguntó Jacquot, risueño, una vez que el joven hubo vuelto a entrar en la casa.

- ¡Pues muy raro! Es… una situación de lo más incómoda –respondió Johan, rascándose el cogote- . Claro que supongo que está bien, que no hago nada malo. Prefiero considerarlo algo así como un ayudante personal o similar.

- ¡Sí, vamos! El siervo del siervo –dijo P’tit Gilles, zumbón.

- En cualquier caso, no había otra alternativa si quería salvarlo de la horca… Tuve que elegir: ¡el collar de cáñamo o el de hierro! –se defendió Johan, cruzando los brazos.

En ese momento volvió a salir Charles de la cabaña con un cesto de uvas, que entregó a los chicos. Tras él venía Gilles, caminando lentamente y ayudándose con un bastón. Johan distribuyó los racimos entre todos, y también Charles recibió su parte.

- ¡Realmente, no había otra opción! –volvió a repetir Johan, metiéndose pensativo un par de granos en la boca.

Recordó, brevemente, el episodio: El Conde de Tréville en la Sala de Audiencias, pronunciando la sentencia fatídica… la expresión de horror y desolación en el rostro de Charles, y su propia sensación de impotencia… De nuevo se había quedado como bloqueado, con la cabeza vacía de todo pensamiento. Y el Conde, que carraspeaba significativamente a su lado… Como él no reaccionara de inmediato, el noble le había propinado un pellizco en el brazo. “Creo que mi paje, nuevamente, tiene algo que decir…” Y, en su oreja: “La víctima de un delito de sangre tiene derecho a rescatar al reo de muerte, ¿recuerdas?, en su propio provecho y como reparación. Será su esclavo de por vida, y con su trabajo o con el producto de su venta, recompensará a la víctima por el daño causado…”

Afortunadamente, Johan había salido de su estupor a tiempo y había reclamado formalmente al reo, tal y como lo estipulaba la ley.

- De acuerdo, podemos entender eso –dijo P’tit Gilles- . Lo único que me parece muy extraño es que… está bastante claro que el Señor Conde quería salvarle la vida desde primera hora, ¿no? Por lo menos eso parece, según lo que nos has contado tú mismo, Johanot. Entonces… ¿por qué diantre no lo hizo directamente? ¿Por qué lo condenó?

- Sí, él puede hacer lo que quiera –apuntó Gilles- . Nadie, con excepción del Rey, lo va a contradecir: el Señor Conde es la autoridad absoluta aquí. Digan lo que digan los juristas, los barones y hasta el clérigo… ¡él es quien decide!

- ¡También yo me he preguntado eso! –exclamó Johan- . ¿Por qué condenarlo a la horca? Bastaba con enviarlo un tiempo a las mazmorras, o al cepo, o a trabajos forzados, o darle unos latigazos en la plaza, y sanseacabó… Al cabo de un tiempo, hubiera quedado libre y podría volver a su casa, al feudo de Brusy, junto a su señor. ¡Espera…! -repentinamente, se hizo una lucecita en la cabeza de Johan, y éste empezó a comprender- . ¡A su casa! Eso es.

Lo vio en ese mismo instante, ahora estaba bien claro. Después de las muy duras palabras del Barón de Brusy… ¡sin duda que el Conde se había dado cuenta de que Charles no podía volver a casa! Hacerlo le supondría la muerte, inmediata o no. Bien… todo encajaba, se dijo Johan con una sonrisa de satisfacción. ¡Menudo tunante estaba hecho De Tréville!

- En fin, supongo que si Charles se me escapa algún día, no se le ocurrirá la desdichada idea de regresar al lado de su antiguo amo –declaró, con una sonrisa maliciosa.

- ¡Oh, yo nunca escaparía, mi señor! –exclamó el aludido- . Se me trata muy bien aquí, y me dan mucho de comer, y nadie me pega ni me insulta, y…

- No es muy listo, ¿verdad? –susurró P’tit Gilles al oído de su padre.

- No, no lo es –contestó éste con una sonrisa- . Pero sí que es muy fuerte. Creo que ha cortado leña como para que pasemos todo el invierno que viene y el siguiente.

Gilles era un hombre razonable y nada abusón, pero el mes de estancia forzada en las mazmorras, a pesar de ser verano, le había pasado factura: le iba a costar mucho recuperarse por completo del enfriamiento que había cogido y de su doloroso ataque de reumatismo, y había aceptado agradecido la oferta de Johan de dejarse ayudar por Charles en los trabajos más duros, por lo menos hasta que estuviera curado.

- ¡Oh, Charles, sí que te escaparás, no me cabe la menor duda! –exclamó Johan, con cierta impaciencia- . Es más, estoy seguro de que será muy pronto.

- Mejor en primavera, que hace mucho mejor tiempo para ir por los caminos -sugirió Gilles.

- Sí, y cuando lo haya hecho… ¿a dónde podría dirigirse, que fuese un lugar seguro para él? Es decir, para que no lo capturen y nos lo envíen de vuelta cargado de cadenas.

Todos pensaron un momento. Es decir, todos menos Charles, que seguía preguntándose a qué obedecía aquella conversación tan extraña.

- ¿A un burgo? Tienen sus propios fueros.

- Sí, si es capaz de permanecer en un burgo un año y un día, sin robar y sin mendigar, entonces tendrá derecho a afincarse allí para siempre como habitante legal de ese burgo. Me lo ha explicado el fraile viejo…

- Sí, pero… ¿cómo podría quedarse sin que lo detengan? Si lleva ese grillete en el cuello, la guardia se dará cuenta de que es un esclavo que se ha dado a la fuga y lo prenderán…

- ¡Bien, yo podría perder la llave del grillete! –rió Johan, metiendo su mano bajo la camisa y mostrándoles a todos una minúscula llavecita que llevaba al cuello, colgando de una cadena- . Eso si no me la roba Charles antes. Tengo el sueño tan pesado…

- ¡Oh, no, mi señor, yo nunca osaría robaros nada! Habeis sido muy bueno conmigo, y…

- Éste no se entera –cabeceó Jacquot- . ¡Bien, me apunto! La siguiente ronda corre de mi cuenta. ¿Cómo haría Charles para mantenerse a salvo en un burgo sin robar y sin mendigar? Tendría que ejercer algún oficio. ¿Qué sabes hacer, Charles?

- ¡Es un excelente tallista! –intervino Gilles- . Tendríais que ver los animalitos de madera que ha hecho para mis hijos pequeños. Y creo que en los burgos suele haber talleres de torneros, imagineros y demás. No creo que tenga problemas para entrar en alguno de ellos como aprendiz… También es fuerte y trabajador, podría emplearse al servicio de cualquier burgués.

- En último caso, además de la llave, yo podría perder mi escudo de oro… ¡Hay que ver lo despistado que soy, últimamente! –volvió a decir Johan- . Eso también podría ayudar.

- ¡De eso nada, Johanot! –exclamó Jacquot- . Sólo tienes un escudo y yo tengo diez, que me los ha dado mi madre para mí solo. Seré yo quien lo pierda.

- ¡Ja, ja, ja! ¿Y qué podríamos perder nosotros, padre? ¡Nosotros no vamos a ser menos! –dijo P’tit Gilles.

- Bien, ya que el Conde nos ha dado esos cien escudos de oro como indemnización –miró afectuosamente a Johan, que era el que se los había traído aquella misma mañana- , podríamos incluso darnos el lujo de perder una buena cantidad de provisiones, ropas decentes y hasta un borriquillo.

Todos rieron de buena gana. Johan contempló al resto del grupo, contento por que todo hubiera acabado de una vez. Le sorprendía constatar cómo habían cambiado las cosas en tan poco tiempo: los recelos de Jacquot, la hostilidad de P’tit Gilles para con él… todo eso parecía haber pasado a la historia. Los dos muchachos ya no eran los niños asustadizos que habían hablado con él por primera vez en la casa de sus tíos, se daba buena cuenta: tal y como De Tréville le hiciera notar, se habían convertido en dos amigos valerosos que habían estado a su lado, sin abandonarlo, incluso en los momentos difíciles… Evocó con cierta emoción lo ocurrido en la recámara de De Brusy: P’tit Gilles se había enfrentado al Barón para defenderlo a él, y Jacquot, en lugar de huír ante el peligro, se había atrevido a correr en busca del Conde para pedirle ayuda, a pesar de todo el miedo que le tenía.

- Son valientes. Tienes dos amigos muy valientes, que se han arriesgado por ti. Y eso es una gran suerte… ¡es lo mejor que te puede pasar en la vida! –De Tréville hizo una larga pausa- . Lo único triste en todo esto… es que, si tus amigos son valientes en exceso, también corres el riesgo de perderlos demasiado pronto.

Se había dado la vuelta para marcharse, después de estas palabras, y Johan se dio cuenta de que estaba apenado. Seguramente, por algún tipo de recuerdo que él no conocía. No obstante, había añadido algo más antes de abandonar la habitación:

- Dile a P’tit Gilles, cuando lo veas, que acuda si quiere a la cabaña de los monteros y que les diga de mi parte que está autorizado para formar desde ahora parte de su grupo. Tiene mi licencia para poseer un arco, para entrenarse y para cazar. Es decir… si a su padre le parece bien y le da igualmente permiso para todo eso, por supuesto.

Johan se había dirigido aquella misma mañana a la cabaña del leñador, entusiasmado con la encomienda y con la bolsa que les llevaba, conteniendo los cien escudos, y había sido recibido con el consiguiente júbilo. Había sido entonces cuando había surgido la cuestión: sí, pero si P’tit Gilles se iba de aprendiz con los monteros del Conde… ¿quién ayudaría a Gilles con su trabajo? Le correspondía a él hacerlo, ahora que Gilles estaba enfermo, ya que era el hijo mayor. Había sido entonces cuando Johan concibiera la feliz idea: les cedería temporalmente los servicios de Charles, en sustitución. A cambio, Charles recibiría alojamiento en su cabaña, manutención y hasta un pequeño estipendio.

Luego, habían ido P’tit Gilles y él en busca de Jacquot. Y habían pasado, los tres, un día fantástico jugando en el bosque, refrescándose en la ribera y compartiendo la humilde comida que les habían servido en la cabaña de los Gilles. Un día maravilloso, de auténtica libertad…

Un día que ya tocaba a su fin.

El sol empezaba a descender. Johan tendría que volver al castillo… El día siguiente sería muy distinto, con el obligado retorno a sus tareas habituales, estudio y obligaciones.

- ¡Es mejor que no nos demoremos mucho más! –dijo, con cierto pesar- . Aún tenemos que salir del bosque y hacer un largo recorrido.

Gilles lo acompañó hacia su montura, que estaba en la parte trasera de la cabaña, atada a un pesebre lleno de forraje. Un instante antes de entregarle las riendas, el leñador tomó a Johan por los hombros y lo miró amablemente a los ojos.

- ¡Gracias por confiar en mí y salvar mi vida, Johanot! Me parece que no te lo había dicho hasta ahora. Por lo visto, aparte de mi familia, tú eras el único que creía en mi inocencia…

Johan sonrió.

- El caso es que… ¡Gilles, yo no te ayudé porque creyera en tu inocencia! Lo he dicho una y otra vez desde un principio, que no sabía si eras inocente o culpable. Pero me daba igual. Tú me salvaste la vida, fueras lo que fueras, y para mí eso era lo único importante. Tenía que intentar salvar, también, la tuya.

- No lo olvides: para cualquier cosa que puedas necesitar, aquí estaré.

- ¡Muchas gracias, Gilles! Te digo lo mismo.

- ¡Que Dios te bendiga, hijo mío! –concluyó Gilles, dándole un abrazo. Johan se sintió, a la vez, muy feliz y muy triste.

Llamó a su escolta y montó, ayudado por Charles, a lomos de Bayard. Jacquot se acomodó en la grupa, detrás de él; lo dejarían en su casa al pasar por el pueblo. La pequeña comitiva comenzó a descender lentamente la colina.

Johan echó un último vistazo a sus espaldas, y sonrió al ver la silueta de los dos Gilles, padre e hijo, muy juntos en el lindero. El mayor rodeaba con su brazo los hombros del más joven. Sintió un arrasador orgullo al pensar que, en gran parte, había sido gracias a él que ambos hubiesen podido reunirse al fin y verse así.


………………………

FIN DEL CAPÍTULO.
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Ultima edición por Pirluit el 04/02/2018 22:00, editado 1 vez
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MensajePublicado: 01/02/2018 22:34    Asunto: Responder citando

Bueno, hasta aquí puedo postear. Ya no tenemos nada más terminado como para compartirlo. En el tintero hay tres capítulos más, en proceso, y algún que otro guión largo... pero tardarán en ver la luz, ya que apenas tenemos tiempo para sentarnos a escribir tranquilamente (estos dos capítulos los empezamos en septiembre, a vuelta de las vacaciones, y hasta ahora no los hemos podido terminar).

Ya nos direis qué os parecen, si es que teneis paciencia como para leerlo todo... Very Happy Como de costumbre, ¡queremos oír críticas! El feedback es bueno.
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MensajePublicado: 26/03/2018 23:25    Asunto: Fanfic Johanot "El Retorno de Étienne" Responder citando

Bien, volvemos a la carga. En esta ocasión vamos a postear lo que sería el capítulo primero del bloque "Johanot", que es el que acabamos de terminar. A mí no me gusta tanto como los otros porque en él Johanot aún no aparece (bueno, sí, pero lo único que hace es dar patadas y jugar con su cordón umbilical), pero Zorro opina que, para comprender mejor los capítulos siguientes, es mejor explicar las cosas desde el principio, los detalles sobre los padres de Johan, su relación con De Tréville, etc. En realidad, tengo en proyecto dos bloques anteriores a éste, que podríamos llamar "Las mocedades de Étienne y Tremaine", pero no las tengo escritas.
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MensajePublicado: 26/03/2018 23:26    Asunto: Fanfic Johanot "El Retorno de Étienne", 1 Responder citando

EL RETORNO DE ÉTIENNE.


Era una fría mañana de noviembre del Año del Señor de 1045. Robert, el paje, se apresuró en su regreso al castillo, soplándose los dedos antes de arrebujarse todo lo que podía en su peluda capa de invierno. Aquel año se habían adelantado las primeras nieves, y aunque el débil sol otoñal ya llevaba unas cuantas horas sobre el horizonte, aún se veían sobre la tierra rastros de escarcha y manchones húmedos y grisáceos.

Robert contaba, en el momento en que comienza esta historia, siete años, y hacía poco tiempo que había entrado al servicio del Conde de Tréville. Era un niño muy bien parecido de rizado cabello castaño, rasgos finos y expresión decidida. Corrió a trompicones sobre el puente levadizo, pisando fuerte aposta para hacer resonar aún más las vetustas tablas de madera, y esquivó con agilidad el golpe que Enguerrand, el soldado más viejo, intentó darle con el regatón de su alabarda. Robert se volvió apenas para hacerle una morisqueta burlona, pero entonces se vio sorprendido por el segundo golpe, el que le propinó Guy, el soldado joven. Los dos centinelas rieron al verlo rodar sobre los adoquines del patio de armas. Robert se sentó frotándose el codo, y también rió. Empate. Todo aquello no hacía más que formar parte de su entrenamiento cotidiano…

Robert entró en la torre del homenaje desde los patios de servicio, utilizando una ruta secundaria. Tardaría más en subir, pero tenía la ventaja de atravesar las cocinas, compuestas por un recinto inserto en la base de la torre y un cierto número de cobertizos de madera y de adobe que se levantaban en las cercanías, dedicados tanto al almacenaje como al alojamiento de la servidumbre. Las comidas, en su mayoría, se elaboraban en el gran recinto de la torre, que contaba con tres enormes chimeneas, un pozo y hasta una cava subterránea para mantener los alimentos frescos. Robert, además de aterido, estaba aún en ayunas, y se detuvo un instante junto a uno de los fuegos para calentarse y pedir algo de comer.

- ¿No es un poco tarde para tomar el desayuno? –le preguntó Gilbert, el tercer cocinero, mientras le entregaba una escudilla llena a rebosar de caldo hirviente. Robert casi la dejó caer al sentir la quemazón en los dedos, pero logró depositarla en una esquina de la gran mesa en donde varias criadas jóvenes y algunos niños de su misma edad, ataviados todos con delantales, cofias y gorros de pico, se afanaban cortando hortalizas.

- ¡Y tanto! ¡Me muero de hambre! –contestó Robert, sirviéndose él mismo una rebanada de pan para mojarla en el caldo- . Pero Cédric no me ha dado tregua, me ha obligado a correr a pie todo el camino hasta la villa… y luego de vuelta… ¡Y, lo que es peor, he tenido que remojarme entero con agua del río! Menos mal que la mayor parte del hielo de la orilla ya se había roto por sí mismo, de lo contrario también habría tenido que abrir yo mi propio agujero. ¿Ya se ha levantado Messire De Tréville?

- ¡Aún no ha mandado nadie subir su desayuno, así que supongo que no! –dijo el orondo cocinero, poniendo a su lado una jarra y llenándosela de cerveza hasta los topes. Luego hizo lonchas un generoso pedazo de embutido y se lo acercó sobre una rebanada de pan duro- . Anda, llénate la panza, muchachito. Bien se ve que tienes que reponer fuerzas…

Robert se dio buena prisa en terminar su comida, en parte porque, realmente, se moría de hambre, y en parte porque sabía que en cualquier momento el Conde podría despertarse y requerir sus servicios, y la experiencia le decía que no era buena idea hacerlo esperar demasiado. De Tréville solía levantarse de bastante mal humor, y cualquier pequeño desliz por su parte podía ser recompensado con una buena tunda… Claro que eso no era nada extraordinario, pues, ya estuviese de buenas o de malas, el Conde era su mentor y consideraba una obligación personal el hacer de él un chico duro, acostumbrado a recibir golpes sin quejarse. A tal fin, contaba también con la ayuda de Cédric, su escudero. Y con la de la mayoría de los soldados, cazadores, monteros y hombres de armas del castillo de Tréville, que solían propinarle a Robert rudos espaldarazos y empujones en cuanto lo veían llegar, todo lo cual no estaba reñido con la simpatía que sentían por él. Por lo visto, mientras más afecto le tenían, más fuerte le atizaban. Como hemos dicho antes, formaba parte de su entrenamiento como futuro caballero, sin más, y no sería él quien se lo tomara a mal. Antes bien, estaba aprendiendo con rapidez a responder a todo tipo de agresiones, ya fuera esquivando hábilmente los porrazos, ya fuera respondiendo a ellos si tal cosa era posible. Desde luego, no osaba aún levantarle la mano al Conde, ni enzarzarse con él en peleas cuerpo a cuerpo o duelos a espada tal y como había visto hacer a Cédric y a algunos de los soldados más aguerridos del castillo… ¡Ya llegaría el día! Pero sí que se atrevía a enfrentarse a los ataques del escudero, y de otros contrincantes jóvenes, con todo el ímpetu del que era capaz. Jamás había ganado el pequeño Robert una de estas luchas, es cierto, pero también lo es que su oponente de turno se había llevado siempre sus buenas moraduras. Robert era el pequeño de siete hermanos varones, y por supuesto había llegado al condado de Tréville sabiendo defenderse bastante bien.

Se lanzó escaleras arriba, aún con el último bocado entre los dientes y no sin haber gastado una broma final antes de abandonar las cocinas: al desaparecer por la puerta, tiró disimuladamente del lazo del delantal de una de las criadas, haciendo que éste cayera al suelo. Escuchó encantado la sarta de improperios a sus espaldas, así como el estrépito causado por el cucharón que le habían arrojado y que naturalmente no lo alcanzó, sino que siguió su propio camino rebotando ruidosamente por las baldosas del suelo. Sin detenerse ni un momento, llegó hasta el tercer piso.

Se detuvo ante la puerta de los aposentos del Conde de Tréville, sorprendiéndose mucho de encontrarlos abiertos. Abiertos y… desierta la estancia. ¿Cómo era posible? De Tréville seguía una rutina bastante estricta por las mañanas, la cual incluía su aseo personal con Robert como ayuda de cámara, así como un desayuno privado antes de bajar. ¿De Tréville… abandonando su habitación antes de haber desayunado? Mordiéndose el labio inferior y barruntando problemas, Robert volvió a descender un piso, dirigiéndose hacia el Gran Salón.

La amplia sala, que abarcaba casi toda la segunda planta de la torre del homenaje, era un suntuoso cuadrilátero cuyas paredes estaban adornadas con una galería de escudos pintados con las armas de familiares y aliados lejanos y cercanos, gallardetes multicolores, algunos tapices que daban vistosidad y calor a los sobrios muros, portaantorchas de hierro colado… El suelo solía estar cubierto de paja, que se barría cuando estaba ya demasiado sucia, y en uno de los lienzos se ubicaba una gran chimenea con las armas, labradas en piedra, de los Tréville: un sobrio torreón con tres merlones en su cúspide. Justo ante la chimenea se levantaba la tarima de honor, sobre la cual estaba puesta la mesa con sus blancos manteles. La chimenea crepitaba (en los meses fríos, la mantenían encendida día y noche), y tres hombres estaban sentados a la mesa. Había también un cuarto hombre, que permanecía de pie detrás de la silla de alto respaldo del Conde, y se trataba de Cédric.

Robert sabía perfectamente lo que tenía que hacer, ya que aquél era su puesto y no el del escudero. Se deslizó, tratando de no ser visto, hasta donde estaba Cédric y tiró disimuladamente del borde de su jubón. Esperaba algún tipo de reprimenda por la tardanza, pero Cédric parecía de buen humor y se limitó a cederle el sitio, haciéndole un gesto con la mano que Robert no comprendió. Cédric se sentó en la silla contigua a la del Conde, no sin antes haber llenado las copas de todos y también la suya propia.

- ¡Cédric está hecho un verdadero mocetón! –exclamó el visitante que ocupaba el asiento de la derecha del Conde, como si reparara en él por primera vez- . La última vez que lo vi, no me llegaba ni a las trencas… ¿Ya hiciste el primer juramento, Cédric?

- Sí, Messire, esta misma primavera –contestó Cédric, sacando el pecho- . ¡Desde entonces, soy el escudero de Messire De Tréville!

El Conde le dedicó una mirada afectuosa, aunque, según había podido apreciar Robert, toda su atención estaba concentrada en los recién llegados. Mejor dicho, en uno de ellos, que era el que acababa de hablar. Se trataba de un hombre joven que debía de rondar los veintipocos años; evidentemente se trataba de un caballero, pues calzaba espuelas de oro y sobre la mesa descansaba su espada. Su llegada había debido de ser muy repentina, dado que en su capa veíanse aún rastros de humedad, sus botas estaban manchadas de barro y sus ropas daban la impresión de no haber sido lavadas en muchos días. Estos detalles extrañaban a Robert, que sabía que, normalmente, cualquier visita dedicaba unos minutos a asearse y cambiarse de ropa antes de presentar sus respetos al Conde… el cual, igualmente, parecía haber saltado de la cama justo en ese momento, pues los rubios cabellos los tenía mal peinados, lucía sombra de barba y, por toda vestimenta, llevaba unas calzas bajo la camisa de dormir y un chaquetón de piel sobre todo ello. ¿A qué venía tanto apresuramiento?

- ¡Bien se ve que me he perdido muchas cosas importantes! –decía el caballero en ese momento, en tono jocoso.

- ¡En efecto, Étienne, muchas cosas! –exclamó De Tréville, con evidente tono de reproche- . Pero no tienes derecho a quejarte, después de todo fuiste tú quien decidió desaparecer de un día para otro, así como así.

Una luz se hizo en la cabeza de Robert. ¡Étienne! Entonces comprendió el motivo de las anomalías de aquella mañana: Étienne, hijo del duque de Edelhart, el que había sido el mejor amigo y compañero de armas del Conde… Por supuesto que Robert no lo conocía personalmente, pero había oído hablar de él en numerosas ocasiones. Siempre en labios de De Tréville, que solía contarles a él y a Cédric sus mil y una hazañas, las aventuras que habían vivido juntos en los tiempos en que ambos eran aún unos escuderos y antes incluso, cuando se habían conocido, como pajes, en el Castillo del Rey… Robert no se fiaba mucho de la veracidad de estas historias, aunque Cédric le había asegurado que eran ciertas, que daba fe de que había ocurrido todo tal y como les narraba el Conde porque él mismo había sido testigo de algunas de dichas peripecias y sabía de muy buena tinta que todo eso era verdad.

- Sí, supongo que no tengo perdón de Dios –dijo Étienne, bajando los ojos con cierto aire de culpa, aunque sin perder por ello el gesto risueño. De Tréville, en cambio, tenía aspecto de estar bastante molesto.

- ¡Y que lo digas! ¿Sabes que dedicamos semanas enteras a buscarte, una vez que te echamos de menos en Campolung? ¿Sabes lo muy preocupado que estaba el Rey? ¿Sabes que todos llegamos a pensar que te habías ahogado en aquel río, y que yo casi me muero de la angustia…?

Se hizo un silencio tenso y Robert aprovechó para examinar a placer al caballero Étienne, consciente de que nadie le prestaba atención. Se trataba de un hombre apuesto, fibroso y espigado. Tenía la piel curtida por la vida al aire libre, los ojos de color avellana vivos y chispeantes bajo el hirsuto flequillo y el largo cabello castaño muy estropeado, atado de cualquier manera a la altura de la nuca con un pedazo de tela roja. No aparentaba ser tan fuerte como el Conde, pues su torso y hombros eran notablemente más estrechos, pero en cambio se adivinaba en él una gran agilidad, tanto física como mental, que se deducía de los precisos ademanes de sus manos y (Robert lo sabía gracias a los relatos de De Tréville) su legendaria sagacidad. Era algo más bajo que el Conde, aunque mayor que él en edad, y toda su persona desprendía un aire fresco, agreste.

- Bien, supongo que debí tomarme la molestia de escribir una misiva o mandar recado de alguna manera… –dijo Étienne, suavemente- . Por lo demás, no os equivocásteis demasiado. Me ahogué en ese río…

- ¿QUÉ?

- …o casi. Es un hecho que casi me ahogué, y la corriente me arrastró lejos, muy lejos. Me ahogué. ¡Morí! Luego, volví a nacer…

Apoyó el mentón en una mano, con aire soñador. De Tréville se cubrió los ojos soltando un gemido.

- Demasiado –exclamó- . ¡Esto es demasiado! Creo que ha llegado el momento de que tengamos, tú y yo, una conversación bastante seria. ¡Y en rigurosa privacidad! –miró a su alrededor buscando a Robert, que se cuadró instintivamente- . ¡Chico, baja a las cocinas y di que lleven un buen desayuno para dos personas a mis aposentos! Cédric, tú ocúpate de acomodar y atender como se debe al séquito de Messire Edelhart…

- Sólo he traído a Gerald, mi escudero –dijo Étienne, señalando al joven que le acompañaba- , y a un par de pencos.

- ¡Y tú te vienes conmigo, porque creo que tienes que darme pero que muuuchas explicaciones! –concluyó De Tréville, tomando a su amigo por la manga y levantándolo de la mesa casi a la fuerza.

- ¡Yo también me alegro de verte, pequeño! –exclamó Étienne, dejándose conducir mansamente. Ambos abandonaron la estancia sin que nadie hiciera, naturalmente, nada por seguirlos.

Robert no se lo pensó dos veces. Hubiera querido quedarse cambiando impresiones con Cédric y pidiendo respuestas para las mil preguntas que tenía, pero no estaba el horno para bollos: De Tréville parecía realmente enojado, y tampoco era cosa de echar más leña al fuego demorándose. Así que volvió a lanzarse a todo correr hacia las escaleras de servicio, a cumplir lo antes posible con la encomienda.
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MensajePublicado: 26/03/2018 23:30    Asunto: Fanfic Johanot "El Retorno de Étienne", 2 Responder citando

Un piso más arriba, la puerta de los aposentos del Conde se cerró estrepitosamente. De Tréville echó el cerrojo y se volvió hacia Étienne, al que había introducido en la habitación casi a empellones.

- Tremaine –dijo éste, con toda la tranquilidad del mundo, entrelazando las manos a su espalda y mirándolo directamente a los ojos.

- ¡Étienne! –contestó el Conde, cruzando los brazos y manteniendo la mirada con fijeza.

El duelo visual duró apenas unos instantes, y enseguida estuvo decidido. Fue Tremaine quien apartó la vista, avanzó un paso y los dos camaradas se estrecharon en un fuerte abrazo…

- ¡Qué mal me lo has hecho pasar, pedazo de cabrón! –pudo exclamar, por fin, De Tréville.

- ¡Lo sé, amigo mío! Y bien que lo lamento, ya sabes que mi último deseo sería hacerte daño –dijo Étienne, deshaciendo el abrazo- . Lo primero que hago, pues, es pedirte encarecidamente que me perdones. Si es necesario, me postraré de rodillas para…

- ¡No seas payaso, hombre, levántate ahora mismo del suelo! Pero… comprende mi indignación, yo… he vivido mucho tiempo sin saber lo que te había pasado. ¡Dos años, Étienne! ¡Dos años de infierno por dentro y comedia por fuera! Pues te juro que en estos dos años no he tenido día sin zozobra ni noche sin pesadilla. Por más que me repitiera una y otra vez que no podía ser, que ya todo era inútil, que habíamos buscado todo lo que se podía buscar, que habíamos hecho lo imposible por hallarte… algo en mí se negaba a aceptarlo. Era como si supiese… ¡que no era verdad que estuvieses muerto, al fin y al cabo!

- Recuerda aquello que hablamos en cierta ocasión sobre que, a menos que uno vea con sus propios ojos el cadáver, no se puede…

- ¡Espera, no me interrumpas! Déjame terminar. Pues a pesar de todo, de los ritos funerarios y los consejos de los que me rodeaban de que me olvidase de mis dudas, que me resignase al dolor y aceptase los hechos, he pasado todo este tiempo angustiado por una sola idea: la de que tú seguías vivo en alguna parte, sí, pero pasando no sé ni cuántas necesidades y penurias. No sabía si estabas malherido, si te habrían tomado prisionero, si estarías agonizando completamente solo en alguna jodida cuneta…Y entonces, dos años más tarde, vienes tú y reapareces tan alegremente, sano y salvo, y por supuesto que cuando entró Cédric esta mañana en mis aposentos para decirme que habías llegado después de cabalgar toda la noche, bien, mi júbilo fue enorme, como podrás imaginar. Pero a la vez… ¡no pude evitar sentirme algo herido! Herido y muy furioso contigo. Porque, si es verdad que no habías muerto… ¿por qué no me lo hiciste saber? Entiendo que, en el momento de tu desaparición, tal vez pudieras tener motivos para desear que nadie te encontrara, para poner tierra por medio entre tú y los problemas que pudieses tener entonces. Pero… por todos los demonios, Étienne, ¡eso no se hace! ¡No con un amigo como yo! Debiste enviarme alguna señal, supongo que tendrías mil modos de comunicarme que vivías, y tú bien sabes que, llegado el caso, yo hubiese sabido ser discreto. Vamos, de haber estado en tu lugar… yo no habría sido capaz de dejarte así, con la incertidumbre y la pena, durante tanto tiempo… ¡A ti, que eres más que mi amigo, que eres como un verdadero hermano para mí!

- ¡Mi pobre Tremaine! –exclamó, conmovido, Étienne- . Entiendo que estés enfadado conmigo y que hasta me guardes rencor, mas creo que me comprenderás en cuanto te lo haya explicado todo. Pero dime tú antes: ¿lográsteis poner a Gregor a salvo?

- Gregor fue entregado en su casa, sin un rasguño. Olvídate ya de eso, y cuéntame de una vez lo que te ocurrió a ti.

- Pues bien –Étienne se sentó en el borde de la cama, que aún estaba deshecha, y entrecruzó los dedos de ambas manos- , recordarás que Gregor cayó de la nave en la que íbamos y que se golpeó la cabeza con las maderas del casco. Yo salté detrás de él…

- Te vimos desaparecer en el remolino. ¡Parecía que habías quedado inconsciente! Yo quise lanzarme detrás de ambos, pero Ambrose me lo impidió.

- ¡Hizo bien! No era cosa de tomárselo a broma, aquel río estaba lleno de fosas. Caí en una y me sumergí sin poder evitarlo. Fue espantoso, era como si me succionara una fuerza enorme hasta casi tragarme… De pronto, no sé ni cómo, estaba otra vez en la superficie… ¡pero bien lejos del barco! Grité y grité, pero no me oíais… creo que me buscábais por el otro lado.

- ¡Estábamos izando a Gregor! Alguien tuvo la feliz idea de soltar una de las chalupas, y pudo agarrarse a ella.

- Oí tu voz gritando mi nombre y quise responder, pero estaba casi ahogado y sin resuello. Luego volví a meterme en otro remolino, y esta vez sí que vi pasar toda mi vida ante mis ojos. Algo me golpeó la cabeza y perdí el sentido. Cuando volví a recuperarlo, ya era de noche… y, no me creerás, no recordaba absolutamente nada. ¡Mi mente se había quedado por completo en blanco!

- Pero… pero… ¿dónde estabas?

- Pues tumbado en la orilla, bastante lejos de vosotros. Recuerdo que vi las estrellas sobre mí y me parecieron maravillosas, como si las viera por primera vez… ¡y, en cierta forma, así era! Es cierto que no tenía memoria de nada. Sin duda, por el golpe… De otra forma, no hubiese dudado en levantarme, buscar orientación y regresar a Campolung. Mas no fui capaz de eso…

Tremaine se acariciaba la barbilla, pensativo.

- Sí –dijo al fin- , es muy factible que fuese efecto del golpe. He oído antes de casos así. Pero… ¿cómo fue que no te ahogaste? ¿Cómo llegaste a tierra firme? ¿Cuándo empezaste a recordar…?

- ¡Espera, todo en su momento! Me encontré, como te dije, tumbado en tierra, pero no estaba solo. Había unas personas junto a mí, que al parecer eran las que me habían visto en los rápidos y habían logrado rescatarme. A todo esto, yo estaba completamente desnudo, pues la fuerte corriente me había despojado de mis ropas y mis armas… No había pista en mí que les indicase quién era, ni mi rango, ni mi origen, ni nada… Para ellos sólo era un extranjero en apuros, un extranjero que ni siquiera conocía su propio nombre. Curaron mis muchas heridas, me envolvieron en una manta y me llevaron a su campamento a lomos de un mulo.

- ¿Quiénes eran?

- Lo supe bastante más tarde. Mis salvadores eran montañeses…

- ¡Ah! ¡Montanos! –De Tréville torció el gesto, con desconfianza- . No me gustan nada esas gentes.

- Empezarán a gustarte cuando te cuente algo más sobre ellos, amigo mío. Lo cierto es que no les agrada en absoluto que les llamen “montanos”, ni “gente montana”, ni ninguno de esos otros apelativos… ¡Ellos son habitantes de las montañas, y punto! Y lo cierto es que me trataron muy bien.

- ¿Qué hacían por allí?

- Estaban de paso. Era una pequeña caravana de unas diez familias, que se desplazaban buscando nuevos pastos para su ganado… Sobre todo, cabras, burros y mulas. Tienen asentamientos fijos, ¿sabes?, entre los riscos, como verdaderos pueblos, a veces cavados en la misma roca… Pero el ganado consume pronto los recursos, que allí arriba son bien escasos, y por eso tienen que ir continuamente de un lado a otro. Te sorprendería lo muy organizados que están. Nosotros, que pensábamos que eran poco menos que salvajes…

- ¡Yo aún lo pienso! –exclamó De Tréville- . No respetan nada: ni fronteras, ni fueros, ni quieren pagar tributos… ¡por no reconocer, ni siquiera reconocen la autoridad del mismísimo Rey! ¿Por qué tengo que darles permiso para levantar sus chozas en mis tierras y que sus rebaños se coman mis pastos y se abreven en mis aguas, a cambio de nada…? Sí, sé lo que me vas a contar ahora –levantó una mano, ante el gesto de Étienne- , toda esa vieja historia de que si antaño ya hubo alguna ofensiva para doblegarlos y convertirlos en pueblos vasallos, y que si el ejército del rey cayó en una emboscada…

- ¡Es lo lógico! ¿Quién tiene las de ganar en una guerra de ese tipo, más que los naturales de las mismas montañas en las que la guerrilla tiene lugar? El rey tendría muchos más medios, pero ellos conocían mejor el terreno.

- En fin, que no me gustan. No pertenecen a nuestro mundo, ni reconocen el orden natural de las cosas. Vale que perdonaran la vida de aquellos soldados, y que liberaran a aquel rey, y que éste les diera en pago una larga serie de privilegios, licencias y prebendas, pero… ¡Caramba, menuda forma de vivir la vida! Siempre de acá para allá, aprovechándose de los bienes ajenos y sin dar nada a cambio…

Étienne se había quedado algo serio.

- Es un punto de vista –dijo, sencillamente- . Antes, yo también pensaba como tú. Pero ahora sé más cosas… Digamos que he tenido ocasión de conocerlos a fondo, y durante mucho tiempo… ¡Pasé, en su compañía, nada menos que un año!

El Conde abrió la boca de puro asombro.

- ¿Tanto? ¿Y por qué? ¿Es que acaso te tenían prisionero?

- En cierto modo –respondió Étienne, con una sonrisa que De Tréville conocía muy bien.

- ¡Oooh, no! –gimió, palmeándose la mejilla- . No me vas a venir ahora con que…

- Pues sí –repuso, sencillamente, Étienne- . ¡Ella es maravillosa! Te encantará. La he traído conmigo. Y lo mejor de todo es que…

- ¡Espera, espera, para el carro! –exclamó De Tréville, levantando perentoriamente un dedo- . Primero cuéntame lo que pasó cuando te recogieron. ¿Recuperaste en seguida la memoria? ¿A dónde te condujeron? ¿Qué hicieron contigo?

- Bueno, el caso es que, como ni yo mismo sabía quién era ni de dónde venía… me llevaron con ellos, claro. ¿Qué otra cosa podían hacer? Lo único que sé es que yo estaba hecho polvo, y necesité muchos cuidados durante largo tiempo. La memoria… la fui recuperando poco a poco; no tardé demasiado, pero las cosas las iba recordando por fragmentos, como quien despierta de un sueño… ¡sí, fue una experiencia muy curiosa! Por otra parte, me encontraba rodeado de gente con unas costumbres distintas a las mías, que hablaban otra lengua, que contaban otras historias, que vivían de otra manera… Siempre hemos pensado de ellos que eran recelosos, ariscos y algo primitivos, y en cierto modo es verdad. Pero conmigo fueron muy hospitalarios, me acogieron bastante bien… He pasado mucho tiempo entre ellos y he establecido una relativa intimidad con su pueblo, así que llego a comprender algunas de sus actitudes. Viven en unas condiciones muy duras, y es lógico que se protejan y desconfíen de todo lo extraño. Bueno, un poco como nosotros, claro…

- Sin duda, debió de ser una vivencia fascinante –dijo el Conde, cruzando los brazos- . ¡Lo cuentas de una manera que casi te envidio la aventura!

- Me llevaron con ellos durante aquella trashumancia. En otra ocasión me extenderé, si quieres, sobre los sitios en los que estuvimos, la forma que tienen de conseguir sustento, sus costumbres cotidianas… Yo era un poco como un niño al que hay que enseñárselo todo. La verdad es que ahora pienso en ello y me avergüenzo, no puedes imaginarte hasta qué punto me vi reducido a… ¡En fin! La verdad es que fueron muy generosos y muy pacientes conmigo. Su matriarca…

- ¡Caramba! ¿Van gobernados por mujeres?

- Sí. Es sorprendente, ¿verdad? Yo pensaba que se trataba de pequeños grupos independientes que iban de un lado a otro a la buena de Dios, pero en realidad son como clanes que se conocen todos entre ellos, que están emparentados y que se desplazan, no al azar, sino con un calendario y unos propósitos e itinerarios muy precisos… ya sea para mercadear, celebrar determinadas fiestas, cumplir con alianzas o cambiar el ganado de emplazamiento. Cada pequeño clan está formado por unas cuantas familias, con una mujer, generalmente una abuela, a la cabeza, y los lidera la jefa de la familia más importante. Bueno, el caso es que yo fui alojado en casa de la matriarca, que se llamaba Augtha. Viajaba con sus hijos mayores, y el resto de su familia se había quedado en el asentamiento de invierno… Allá nos dirigimos, después de haber visitado varios mercados y ferias para vender algunos productos, como mantas de lana, que ellos confeccionan durante los meses de estancia…

- ¿Meses de estancia?

- Así llaman ellos a los meses de invierno, dado que, en sus refugios de montaña, la nieve provoca un aislamiento que les impide salir a hacer sus viajecitos. En realidad sólo conocen dos estaciones: la de estancia y la de trasiego, así las nombran… En fin, después de cambiar sus mantas por otros bienes necesarios para pasar el invierno, como salazones, miel, harina y demás, emprendieron de nuevo el camino hasta su pueblo, y aquí surgió un problema, porque algunos de los miembros de la caravana eran reacios a llevarme, y en cambio otros opinaban que, dado que yo no me podía valer por mí mismo aún y me habían acogido, pues que les acarrearía mala suerte abandonarme sin más. Se produjo una diatriba que resolvieron en asamblea, con un curioso método para poner fin al problema… ¡No creerías cuál!
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MensajePublicado: 26/03/2018 23:33    Asunto: Fanfic Johanot "El Retorno de Étienne", 3 Responder citando

En ese momento hubo de interrumpirse la conversación, dado que volvía Robert a la cabeza de un regular grupo de sirvientes, cada uno cargado con una bandeja. Robert cubrió la mesa con el mantel que traía al efecto, y el opulento desayuno fue servido sobre el mismo… El paje hizo ademán de quedarse con objeto de asistir a los dos nobles durante el ágape, pero De Tréville le hizo señas imperiosas para que se marchara junto a los demás. Volvió a cerrar el pestillo tras el pequeño séquito y se sentó frente a Étienne, quien, hambriento, ya había comenzado a devorar a dos carrillos, sin más ceremonia.

- ¡Buf! Me perdonarás mi falta de educación, pero es que no pruebo bocado desde la tarde de ayer.

- No, si ya… ¡Bien se ve que, a fuerza de convivir con esos incivilizados, has acabado convirtiéndote tú también en uno de ellos! –dijo De Tréville, mordaz, sirviéndose parsimoniosamente unas salchichas.

- Tendríamos que discutir largo y tendido, tú y yo, sobre ese concepto de “incivilizados” -dijo Étienne, con la boca llena- . Pero… sigo con mi historia. ¿Cuál crees tú que fue el procedimiento para decidir mi suerte?

- No lo sé. Yo… en un caso así, reúno a mis consejeros, deliberamos y la decisión final la tomo yo.

- Pero no lo hacen ellos de este modo. La cosa se resolvió… ¡contando guijarros!

- ¿Eh?

- Reúnen a todo el grupo y cada uno de sus miembros toma un guijarro del camino. Pasan en fila ante la matriarca y depositan su guijarro en uno de dos montones, uno de los cuales representa una opción y el otro la otra. En este caso, había un montón para librarse de mí y otro para llevarme con ellos… Todos participan, también los niños. Bueno, y tal vez deba decir que a éstos les debo el hecho de que el montón para quedarse conmigo fuese el más alto, porque había muchísimos niños en el campamento y tengo la impresión de que todos querían mantenerme entre ellos… ¡Creo que yo les divertía! Supongo que debía de ser, a sus ojos, una especie de atracción de feria…

El Conde soltó un bufido.

- ¡En mi vida he oído una cosa más absurda!

- ¿De verdad? Tengo entendido que los antiguos griegos también lo hacían así. En Atenas, por lo menos. Pero en lugar de guijarros usaban conchas de almeja, o caracoles vacíos, o algo por el estilo.

- Creo que eran conchas de ostra –dijo De Tréville, que aún recordaba bastante bien las viejas lecciones- . En todo caso, me parece un método muy poco sensato, si es que da igual peso a las opiniones de todos, ya sean ancianos, mujeres o incluso niños sin preparación ni experiencia. ¡Si mi condado tuviese que estar gobernado en base a las opiniones de los niños…! –volvió a bufar.

- Bueno, en este caso, el hecho me favoreció y me permitieron acompañarles a su asentamiento invernal. Tengo que confesarte, también, que yo ya estaba algo más recuperado… Había recobrado, a esas alturas, parte de mis recuerdos, aunque te confesaré que no hacía mucho por ganar mi libertad. Por lo menos, no aún… ¡Lo reconozco, estaba fascinado por estas gentes! Ya estaba aprendiendo bastante bien su dialecto, y quería conocer el poblado de estancia. Además, no lo oculto, le había tomado un gran afecto a Augtha…

- ¡Por Dios! –el Conde se echó hacia atrás, con un gesto de desagrado- . ¡No me vas a decir ahora que te liaste con la abuela matriarca! Ni siquiera tú serías capaz de eso, por lo menos así lo espero.

- ¡Oh, no, claro que no! –exclamó Étienne- . Pero cuando llegamos al pueblo de estancia, que estaba oculto entre unos riscos escarpadísimos… Bien, nos reunimos con el resto de la familia, mayormente los miembros más jóvenes: un montón de mocosos, las esposas de los hijos de Augtha, sus nietos… Entre éstos, estaba ella.

La expresión de Étienne y el tono que empleó al pronunciar esta última palabra lo indicaban todo. De Tréville no necesitó hacer preguntas.

- ¿Te puso ojitos al verte llegar? –fue lo único que inquirió, con una sonrisa mordaz- . ¿A ti, al apuesto extranjero amnésico que precisaba sin duda de sus tiernos cuidados?

- ¡Qué va! No me hizo ningún caso, limitándose a dar las normales muestras de cortesía. En realidad, yo tampoco me había fijado, especialmente, en ella. Tenía primas y vecinas mucho más hermosas… Y, además, no estaba yo para muchos líos de faldas en ese momento, y menos aún si tenemos en cuenta mi situación. A esta gente no le gusta intimar con los que no son de su mismo pueblo y cultura… Eso tuve sobrada ocasión de aprenderlo más tarde. Por el momento… empezaba un duro invierno, que allá entre los picos es mucho más despiadado de lo que tú y yo hemos conocido jamás. Baste decir que, desde que caen las primeras nevadas, todo el emplazamiento queda totalmente aislado del valle… Se sube por escarpados caminitos de cabras, que han hecho que más de uno se rompa la crisma tratando de recorrerlos en plena helada. Y sólo ellos conocen los vados y los puertos idóneos para pasar. A caballo es imposible, ya te lo digo, y sólo las mulas más experimentadas y de paso seguro pueden llegar, cargadas con la impedimenta. Por lo tanto, cuando yo quise pasarme de listo y largarme por mis propios medios…

- ¿Quisiste escapar? Tenía pensado que estabas tan a gusto con ellos.

- Sí, eso fue al principio. Pero ya te dije que iba recordando cosas poco a poco, y que, si bien en un primer momento yo estaba muy conforme, dedicándome en cuerpo y alma a recuperarme, aprender su lengua y ayudarles modestamente en lo que podía, bien pronto empecé a acordarme de todo: de la misión que nos había llevado a Campolung, de mi juramento de lealtad al Rey, de mis compromisos… de ti… Me sentí muy angustiado por no poder comunicaros mi situación. ¡Ya ves que sí que te he tenido presente, después de todo…! Solicité a mis anfitriones que me dejaran partir, pero me dijeron que no sería posible hasta bien entrada la primavera, ya casi el verano… Aquello se me hacía una eternidad, y un día, pensando que no podía esperar más, me decidí a marcharme yo solo.

- ¡Menuda temeridad la tuya!

- Sí, eso es lo que creo a día de hoy… En ese momento, yo sólo sé que estaba muy preocupado pensando en que me estaríais dando por muerto, cuando no lo estaba. Tú… ya me conoces, soy impaciente y nunca he sabido esperar. Empaqueté víveres y algunos pertrechos necesarios, a escondidas, naturalmente; aguardé el momento adecuado… y me fui. Naturalmente, mi partida duró poco… y casi me dejé la vida en el intento. Me metí en un arroyo helado sin darme cuenta, luego más allá caí en una grieta y me hice daño en un brazo… perdí la orientación durante la noche, tuve que enterrarme en la nieve para sobrevivir cuando llegué a un ventisquero, en el cual extravié también mi escaso equipaje… ¡En fin! Aquello parecía que no iba a acabar nada bien para mí, y poco antes de rendirme y darme ya por finado, me maldije por mi estupidez y hasta elevé algunas plegarias. Pero sobre todo, amigo mío, pensé en ti.

El Conde elevó su copa y bebió, más para disimular la emoción que por otra cosa, y luego lo miró de hito en hito.

- ¡Si pensaste en mí en semejantes circunstancias –le dijo, con seriedad- , no podía ser más que por imaginarte la magna bronca que yo te echaría en vistas de tu poca sesera!

- Pensé en ti porque, por aquel entonces, eras mi amigo más querido, y mi compañero de armas, y mi cofrade de aventuras, y mi hermano espiritual, y en realidad eras la única persona a la que yo profesaba verdadero afecto. ¿En quién más iba yo a pensar?

- Observo que hablas en pasado –dijo el Conde, con una débil sonrisa- . ¿Es que ya no soy todas esas cosas?

- ¡Por supuesto que sí! La única diferencia es que hoy en día hay dos personas más, aparte de ti, por las que siento un gran amor, un amor inmenso. Y una de ellas es… bueno, no sé si te he dicho su nombre aún, se llama Johanna. ¡Ella me salvó! –concluyó, apoyando la nuca en el respaldo de su asiento.

- ¿De veras? –De Tréville clavó los codos en la mesa y dejó caer el mentón sobre sus manos entrelazadas, con interés- . Pues… ¿qué hizo? ¿Fue personalmente a desenterrarte al ventisquero?

- No, pero fue la que descubrió mi ausencia, dio la alarma y pleiteó para que partiesen hombres y perros en mi búsqueda, ya que en ese momento se había desatado una tormenta más que regular y tal cosa resultaba peligrosa en extremo. Fue su perro el que encontró mi rastro, y su hermano mayor quien me llevó a cuestas de vuelta al asentamiento, más muerto que vivo. Según dicen, tenía ya un color azulado, y los cabellos duros como escarpias; hubo quien pensó que no pasaría de aquella noche. Por cierto, que, hablando de esa noche…

- ¡Ahórrame detalles escabrosos, por favor! –dijo el Conde, levantando una mano.

- ¡Oh! No es lo que piensas, ni mucho menos –rió Étienne- . Para hacerme entrar en calor esa noche bastó con una buena fogata, unas mantas calientes, una buena libación de alcohol y unas friegas. Pero sí que es verdad que yo me había metido en un buen lío, porque mi rescate supuso un gran riesgo para los que salieron a buscarme, y un montón de molestias, y hasta la pérdida de una de las acémilas, que se despeñó. Así que todo el mundo estaba muy enfadado conmigo, y de nuevo se reunieron en asamblea para decidir mi suerte. Y entonces habló ella…

- Johanna.

- Sí, habló apasionadamente en mi favor y consiguió que no se me tuviera en cuenta mi gran metedura de pata. Y entonces Augtha, dándose cuenta de que su nieta me había tomado un cierto cariño, le encomendó que se ocupara ella misma de mis cuidados, siempre acompañada por alguna de sus parientes más mayores, claro, por cuestiones de decencia. Pero eso no gustó a algunos de los miembros del clan, sobre todo a un par de pretendientes que ella tenía… Ya te he dicho que son bastante cerrados, y muy suyos, y si bien es cierto que practican la hospitalidad con cualquier forastero que lo necesite, se niegan en redondo a que haya amoríos o alianzas matrimoniales con gente ajena a su clan, y huelga decirte que, después de aquella noche, las relaciones entre Johanna y yo se hicieron muy estrechas, cada vez más estrechas… Y no fue simple agradecimiento ni conveniencia por mi parte, te lo juro. ¡Me enamoré…! Creo que nunca había estado tan colado por doncella alguna, aunque ya te aviso de que ella no es, ni mucho menos, el tipo de muchacha a la que tú y yo estamos acostumbrados. Ella es… Bueno, ya la conocerás, y podrás apreciarlo tú mismo –concluyó Étienne, con los ojos brillantes y visiblemente emocionado- . ¡No veo el momento de presentártela!

El Conde parecía no compartir su entusiasmo. Elevó la mirada al techo, tratando de ocultar una sonrisa burlona. Había escuchado esas mismas palabras de labios del fogoso Étienne una y mil veces… Cada vez que se prendaba de alguna bella, y lo hacía regularmente, venía con la misma cantinela. Sin embargo, esta vez parecía ser distinto. Algo en él había cambiado. ¿Qué era…?

- Vamos a tener un hijo –anunció Étienne, con orgullo.

Ahí estaba, se dijo De Tréville, chasqueando la lengua. Sin duda, eso hacía la diferencia.

- Pero… ¡Étienne! –exclamó, con el mismo tono de reproche que habría empleado si su amigo le hubiese dicho que acababa de robarle su cesto a una anciana. Étienne parpadeó, confundido.

- ¡Pensé que te alegrarías!

- Pues… pues claro que me alegro, claro que sí, pero… ¿No es un poco precipitado, todo esto?

- ¿Te lo parece? Pasamos juntos el resto del invierno, y para la primavera ya nos habíamos prometido. En secreto, por supuesto… Su familia, aunque me tenía simpatía, no habría aprobado nuestra unión jamás.

- ¿Les dijiste que eres el futuro duque de Edelhart? –preguntó el Conde, alzando la barbilla con altanería y sintiendo una ligera indignación al pensar que Étienne había sido menospreciado por unos simples villanos- . Tal vez eso les hubiese hecho cambiar de idea.

Étienne rió ante esta salida.

- ¡Créeme, eso no me hubiese dado más ventaja entre estas gentes, antes bien todo lo contrario! Ellos no entienden, ni mucho menos aprueban… nuestra forma de vida. Pero dejemos eso ahora –se alarmó, al ver la expresión en el rostro de su amigo- , pues tengo que contarte todo lo que ocurrió después. Cuando se fundieron las nieves y se abrieron los pasos, me dijeron que había llegado el momento oportuno para mi partida… ¡Y huelga decirte que ahora era yo quien no me quería ir! Me las arreglé para ir anudando excusas: una pequeña enfermedad ahora, un tobillo torcido después… Salieron las caravanas y yo me quedé en el poblado, con Johanna, y nos veíamos a escondidas siempre que teníamos ocasión. Ella pastoreaba o salía a la búsqueda de hierbas medicinales, y yo, fingiendo estar de caza, me las arreglaba para encontrarme con ella… Pero, naturalmente, había quien estaba con la mosca detrás de la oreja y nos descubrieron. Entonces sí que nos metimos en un buen lío. Su padre me acusó de traicionar su confianza, y de comprometer el buen nombre de su casa, y de unas cuantas cosas más. Y me desterraron. Bueno, las palabras exactas fueron que se me invitaba a abandonar la comunidad, dándome todo lo necesario para que pudiese emprender por mí mismo mi camino, pero aquello fue un destierro en toda regla. Y, como nos habían sorprendido en un momento muy delicado, a ella decidieron casarla de prisa y corriendo con el primero de sus pretendientes que accedió a ello, y la enviaron a prepararse a un cenobio. Te contaré… La costumbre, entre ellos, es que a la novia la conducen a una cueva apartada del pueblo, para que pase confinada en ella todo el mes previo a la boda, desde la concesión de su mano hasta el casamiento, y allí la acompañan unas ancianas que le dan todo tipo de consejos y practican ciertos rituales secretos para la fertilidad y otras cosas… También son las que tienen que velar por su honra, y sólo pueden visitarla sus parientes cercanos y poco más. ¿Te imaginas lo que ocurrió entonces?

- Pues claro –respondió De Tréville, sin pestañear- . ¡Te conozco de sobras! Fingiste marchar, volviste sobre tus pasos dando un rodeo, sorprendiste a las viejas paganas de noche, o disfrazado de abuela, o algo así, y te llevaste a tu dama por la fuerza. ¡Y apuesto cualquier cosa a que ella no se resistió demasiado!

- ¡Muy bien! Te has aproximado bastante. Veo que me tienes bien calado… Sólo te ha faltado un detalle, y es que, para cuando yo llegué al cenobio, Johanna ya no estaba allí.

- Ah, ¿no?

- No, se había escapado… Les dio a beber algo a las buenas ancianas y se largó solita, en pos de mis pasos. Si volvimos a encontrarnos más adelante fue gracias a Alás, el perro pastor del que antes te hablé… Así que huimos juntos, y pasamos un verano maravilloso. Ella proviene de un pueblo bastante andariego, no la mortifica ir por los caminos… A mí ya me conoces, no hay cosa que me guste más que errar de acá para allá sin saber qué me voy a encontrar o lo que voy a hacer al momento siguiente. Teníamos lo necesario y éramos felices… La caza y la pesca abundaban en esos valles, y sabíamos ganarnos la vida también en las aldeas y las ciudades… Sólo tuvimos un par de malos encuentros, pero se resolvió la cosa con una buena lucha, ya sabes que no me defiendo mal… Llegó el otoño y seguíamos en el mismo plan. Aunque, claro, ya pensando en el invierno… decidimos buscar un refugio más consistente, y empecé a considerar venir con ella a casa. ¡No a casa de mi padre, no! –aclaró, ante la alarmante mirada que le dedicó el Conde- . Tú bien lo conoces, y sabes que jamás permitiría una cosa así. Más bien pensé… en traerla a nuestras regiones, buscar alguna cabaña en un paraje discreto en donde pasar los meses más duros y luego, a la siguiente primavera, retomar el camino… Soñaba también, claro, en conducirla hasta aquí para que la conocieras, en presentársela a nuestros amigos, al Rey, en preparar nuestra boda… ¡En fin, en ponerlo de una vez todo en regla! Y en esas estamos. ¡He empezado por ti!

- ¿Eh? –De Tréville saltó de su silla, como picado por un escorpión- . ¿Quieres decir que, de nuestro círculo, soy la primera persona a la que revelas que estás vivo y de retorno? ¡Mal hecho, Étienne, pero que muy mal hecho! ¡Imperdonable! Tendrías que haberte dirigido, en primera instancia, al Rey.

Estaba sinceramente escandalizado. Étienne ya se lo esperaba.

- ¡Es tu obligación! –añadió el Conde, cruzándose de brazos- . Amnésico o no, enamorado o no, fugitivo o no… hiciste un juramento solemne de lealtad y servicio a la Corona el mismo día de tu investidura como caballero. ¡Lo hicimos juntos, te lo recuerdo…!

- ¡Claro! Y nada más lejos de mis intenciones que faltar a él. Pero no he terminado de relatarte la historia completa. Me faltan algunos flecos…

- Pues aviva, que te escucho –De Tréville volvió a sentarse, agarró un trozo de carne y le asestó tal mordisco, mientras miraba fieramente a Étienne, que más bien parecía una amenaza. Étienne se levantó y comenzó a pasearse arriba y abajo, con cierta inquietud.

- Nos dirigimos a la zona costera. Johanna no había visto nunca el mar, y pensé que sería un buen sitio para pasar los meses fríos, dado que en la costa las temperaturas son más suaves… Conseguimos que nos cedieran una casita, cuya renta pagábamos con el producto de nuestro trabajo: Johanna sabía confeccionar esas mantas de las que te hablé antes, y yo encontré trabajo en el castillo del señor de aquellas tierras, haciéndole de escribano.

- No me digas más: a él tampoco le revelaste quién eras…

- ¡Claro que no! Entonces me hubiese puesto una espada entre las manos, y un caballo de guerra entre las piernas, y para de contar.

- Y, ¿cuál es el problema? Hasta donde yo sé, nunca le has hecho ascos a esas cosas, ¿no? Eres un caballero, al fin y al cabo. ¿O es que ya no deseas serlo?

Étienne se encogió de hombros.

- Como ya te dije hace muchos años… ¿es que acaso me ha sido dado el escoger? No me disgusta ser caballero, vive Dios que no. Pero… a veces disfruto del hecho de ser, también, otras cosas, y no es que haya tenido muchas oportunidades para ello en mi vida… Bien, no lo niego: yo estaba prolongando mi anonimato todo lo que podía, haciéndolo durar, disfrutando de él… Como es lógico, el barón al que servía me preguntó mi nombre y mi procedencia, y yo le conté la verdad… o por lo menos la mitad de ella: le dije que era el hijo segundón de un noble fronterizo, destinado desde la cuna al claustro y al estudio… Lo que ya no llegué a relatarle fue lo de la temprana muerte de mi hermano mayor y todo lo que siguió a ello, que cambió mi vida para siempre, como bien sabes… ¡En fin! Comencé a trabajar para él en su despacho, organizándole los libros y redactándole sus cartas, porque él no sabía leer ni escribir y su secretario habitual había enfermado, y mi vida se tornó plácida. Me ofreció albergar también a mi amada en su castillo, pero yo le dije que preferíamos habitar la casita en la playa. A Johanna no le gustan las fortificaciones…

- ¡Mal lo tendrá, entonces, el día en que heredes el título y el ducado! -se mofó, a medias, el Conde. Su sonrisa era irónica, pero su mirada era de auténtica preocupación.

- Si es que llego a heredarlo –profirió Étienne, desviando la vista.

- Como tú mismo has dicho en incontables ocasiones, querido amigo, a nosotros no nos es dado escoger –fue la respuesta del Conde, antes de propinar otro mordisco a su pedazo de carne- . Y, llegado el momento, no sé qué más harás para eludir tus responsabilidades… ¿Huír a otro país? ¿Dejar que tu padre siga creyendo hasta el fin de sus días que estás muerto? Porque, te lo recuerdo… tu padre será todo lo canalla que quieras, pero no por eso deja de ser tu padre, y tu señor, y le debes obediencia.

Étienne se encogió de hombros.

- Una cosa que he podido aprender en estos últimos tiempos… es que no vale la pena hacer demasiados planes. Las cosas pueden cambiar de un momento para otro, de forma inusitada, y todo lo que tenemos que hacer es plegarnos a ello… Por decirlo de otra forma, uno propone pero es Nuestro Señor el que, al final, dispone –realizó una pequeña pausa- . Y eso ocurrió una vez más… apenas concluír aquel invierno.

- ¿Abandonaste el castillo de aquel barón?

- Eso estábamos pensando hacer. Llegó la primavera, el buen tiempo… y los caminos esperaban, invitadores. Yo ya estaba haciendo preparativos para marchar, había ahorrado un poco y contaba con comprar un par de caballos y una carreta cubierta. Había estado bien lo de la escribanía, por un tiempo: me había dado ocasión de reposar un poco y hasta de componer algunas cosillas… pero ya me conoces, no sé estarme quieto y deseaba explorar un poco aquellos nuevos parajes antes de volver, esta vez definitivamente, a nuestras regiones. Entonces, un buen día, comenzó a tocar a rebato la campana de la villa, y es que unos piratas habían arribado a la costa y estaban saqueando e incendiando ya las primeras casas… Ni me lo pensé, entré corriendo en los establos y pedí que me dieran la montura y las armas necesarias. Los villanos que habían escapado al ataque estaban llegando en tropel al castillo, y pronto cerrarían las puertas… El senescal me miró asombrado, pero hizo lo que le solicitaba y salí a la cabeza de un puñado de valientes, ya que Johanna no había sido vista entre los que se refugiaban en la fortaleza… Llegamos a la villa costera, ya medio arrasada, y luchamos como demonios… De Johanna no había ni rastro. ¡Puedes imaginarte mi desesperación!

De Tréville permanecía inmóvil, con el brazo en alto y sin atinar a llevarse a los labios la copa que en la mano tenía, cautivado por el relato.

- ¿Y qué hacía tu señor barón, mientras tanto?

- Él… era un hombre viejo, prefirió permanecer en el castillo y enviar a sus soldados y hombres de armas. ¡No lo juzgo! El caso es que durante la refriega, en la que por cierto tuve ocasión de acabar con un buen número de piratas, recibí en el pecho un golpe de jabalina o algo similar, ¡menos mal que llevaba puesta una coraza…! Caí del caballo y casi no lo cuento, pues primero perdí el sentido y luego me encontré, atado de pies y manos, a bordo de uno de los bajeles de los piratas, junto a otros prisioneros en mi misma situación…

- ¡Ay! Pero confío… en que no te maltratarían demasiado. ¡Del buen final de esta aventura tengo plena seguridad, ya que tanto Johanna como tú habeis regresado de ella!

- Nos trataron tan bien como se puede tratar a alguien que es tu rehén, y, de no haber tenido la oportunidad de escapar, sin duda que habríamos terminado vendidos como esclavos en algún puerto de vete a saber dónde. De los detalles de nuestra fuga… bien, yo estaba herido y no podía valerme mucho por mí mismo. Fue otro de los rehenes quien supo aflojar disimuladamente sus ligaduras, ya en alta mar, y, aprovechando la oscuridad de la noche, soltarnos también a los demás discretamente. Hubo una pequeña escaramuza para neutralizar al centinela, y pudimos saltar al agua en una de las barquillas. Afortunadamente, no estábamos demasiado lejos de la costa… Tras muchas horas de remo, arribamos a una playa algo más al sur, y desde allí hubimos de regresar al punto desde el cual habíamos zarpado. Yo estaba muy inquieto por la suerte que hubiera podido correr Johanna, aunque en el fondo guardaba esperanza, ya que la conocía bien a esas alturas y sabía que, llegado el caso, era capaz de defenderse y salir de apuros ella sola bastante bien. Y no me equivoqué… Cuando llegamos a la baronía, lo primero que hice fue regresar a la casita de la playa, o mejor dicho a lo que quedaba de ella… ¡y allí la encontré! Estaba sentada entre las paredes medio quemadas, como si tal cosa, afanándose en su telar. Alás me sintió llegar y acudió dando ladridos… Ella me miró tan tranquila, me dijo que no había estado presente durante el ataque de los piratas porque… bueno, en fin, había tenido otro de sus presentimientos y había preferido alejarse de la costa por unas horas.

- ¿Presentimientos?

- Sí –Étienne se encogió de hombros- . Es algo de lo que no me gusta hablar mucho, claro, pero a veces Johanna sabe lo que va a pasar… justo antes de que suceda. Y no sólo ella… ¡por lo que he podido observar, les ocurre a muchos de los montañeses, sobre todo si son mujeres!

De Tréville torció el gesto. Entonces, no se trataba de simples bulos… ¡Los montanos eran, sí, un poco brujos! Étienne tenía razón: mejor no hablar mucho de ello.

- De igual manera, me contó, ella había esperado pacientemente mi regreso, porque estaba segura de que regresaría. Con algo de preocupación, por supuesto, ya que le habían contado que yo había sido embarcado a la fuerza y herido de gravedad… Pero, en fin, la encontré bastante serena, acabando una manta en la que había estado trabajando durante esos días. Me dijo mucho de su estado de ánimo, esa manta. ¿Sabes que pueden leerse, igual que nosotros somos capaces de leer un libro?

- ¿En serio? –el Conde se había levantado por fin de la mesa, y parecía estarse dando cuenta en ese momento de que aún estaba a medio vestir. Abrió su arcón y sacó de él una camisa y un jubón limpios, que se puso con rapidez- . Eh, Étienne, ¿quieres lavarte o mudarte de ropa? Por lo que puedo ver, llevas la roña de un montón de días de camino encima. También yo podría leer tus ropas, si me lo propongo: a ver… no me lo digas… ¡Atravesaste un barrizal, dormiste en una cochiquera y cruzaste a gatas todo un campo de espiguillas y garras del diablo!

Étienne rió tras echar un vistazo a su indumentaria.

- ¡Podría ser, sí! En cuanto a las mantas de los montañeses… Son un poco como esos tartanes que nos enseñó tu abuelo, cuando estuvimos en Escocia: con un diseño particular para cada familia. Bien, Johanna me enseñó a leer los símbolos en la orla de sus mantas, y no sólo hablan de las familias que las elaboran, sino que cada dibujo y color tiene un significado, realmente son como las palabras en un libro…

- Fascinante –dijo De Tréville- . ¡En serio, fascinante! Te pediré que me expliques un poco de ese arte cuando tengamos más tiempo. Pero ahora has de escucharme tú: quiero que, en cuanto hayas descansado un poco, pongamos uno o dos días… emprendamos camino inmediatamente hacia el Castillo del Rey. ¡Es absolutamente preciso que le informemos de todas las novedades! El Rey tiene que saber que aún vives… ¿Dónde tienes a Johanna?

- Bien, deja que termine mi relato, por lo menos: una vez nos hubimos reencontrado ella y yo, volvimos al castillo del barón a pedirle ayuda para poder seguir nuestro camino, pues la pequeña suma que habíamos reunido para comprar las monturas se la habían llevado los piratas… El barón estaba muy complacido con mi actuación en la batalla, y me recompensó con creces. Mas también me interrogó largo y tendido sobre mi pasado, sobre por qué dominaba las habilidades de un caballero aunque no había confesado serlo desde un principio… Se lo conté todo y me ofreció quedarme a su lado para siempre, como hombre de armas y vasallo suyo. Ya que yo no estaba muy dispuesto, me dio una buena bolsa, más el equipo de caballero que, a sus ojos, precisaba: un par de caballos, una espada, estas espuelas y los servicios de un escudero de entre sus hombres, el que yo escogiera… Me traje a Gerald, que fue el valiente que nos liberó a todos a bordo del bajel. ¡No te puedes imaginar la cara de Johanna cuando abandonamos la baronía de esta guisa! Iba a mi grupa igualito que va una chiquilla agarrada al arzón de su padre, sin saber muy bien qué hacer. No estaba acostumbrada a viajar así y tuvimos que avanzar muy despacio, haciendo muchas paradas… Bien, entretanto, el tiempo se había vuelto magnífico, la primavera estaba en todo su esplendor, era una delicia recorrer los caminos sin rumbo fijo, viviendo al día, corriendo pequeñas aventuras aquí y allá… De nuevo llegó el verano y tras él el otoño, este otoño. A principios del mismo, Johanna me comunicó que estaba esperando una criatura… ¡Imagínate mi alegría! Creo que dejé el bosque sin aves de los hurras que di. Pero eso nos obligó a buscar un lugar donde afincarnos, pues, a pesar de que ella insistía en que se encontraba perfectamente, la prudencia obliga a no hacer largos viajes ni cabalgadas con una mujer encinta… Casualmente, Gerald tenía familia por esos pagos por los que estábamos, y nos dirigimos a una granja de su propiedad, en donde muy gustosamente nos acogieron… Allí es donde tengo a Johanna, a unos diez días de camino a buen trote. Y, desde que supe la noticia, no he pensado más que en venir a contártela a ti.

Étienne estaba exultante, y De Tréville detuvo un momento su inquieto trajinar para observarlo, conmovido.

- Bien… ¡Mucho me alegro y te felicito por ello, de verdad! –profirió, después de aclararse un par de veces la garganta- . Debes de sentirte muy contento. Y… ¿cuándo tendrás… tendremos la dicha de conocer por fin a mi ahijado?

- ¡Veo que no has olvidado las viejas y solemnes promesas! –exclamó Étienne, poniéndole las manos sobre los hombros- . Tú serás su padrino, igual que yo lo seré de tu primer vástago. Y, si es un varón… lo traeré a tu castillo para que seas su mentor en cuanto cumpla la edad, lo mismo que yo haré con tu hijo en cuanto te decidas a tenerlo. ¡Y espero que ya no tardes mucho! No quiero enmohecerme demasiado, tengo que dar muchas lecciones al futuro pequeño De Tréville.

- ¡No todos tenemos tanta prisa! –bufó el Conde, propinándole un empujón burlesco- . ¿Para cuándo, el natalicio?

- Johanna dice que para marzo o abril, pero no es seguro.

- ¡Oh! ¡Es pronto aún! Bueno, tanto mejor, porque aún hay muchos asuntos que tenemos… que tienes que arreglar antes de eso –se frotó las manos- . Pero antes, como ya he dicho, es menester que descanses un poco. Haré que te conduzcan a un aposento tranquilo, y allí podrás dormir el tiempo que desees. Te hará bien si, como dices, has cabalgado tantos días y hasta toda esta noche… Mientras, yo iré prepararando nuestra partida. ¡Robert!

Había abierto la puerta y se había asomado al corredor. El paje apareció al instante, pues había permanecido en las cercanías a la espera de novedades.

- ¡A vuestras órdenes, Messire!

- Acompaña a Messire Edelhart a una de las recámaras de invitados, la que él prefiera, y quédate a su disposición… Luego, ven a buscarme a la torre de Fray Arnolfus, que te enseñaré algo que creo que aún no has visto. ¡Que descanses, Étienne!
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